Adán se despertaba muy pronto, casi con las primeras luces, miraba a derecha e izquierda, bostezaba, se estiraba un buen rato, volvía a bostezar y, por fin, se levantaba del lecho excavado en la blanda arena en el que, la noche anterior, había extendido una suave capa de fresca y fragante hierba. Orinaba en cualquier parte, luego se acuclillaba en la orilla del río, acuencaba las manos y las llenaba de fresca agua incolora, inodora e insípida como eran entonces todas las aguas existentes. La bebía. Se acercaba al peral, o al ciruelo, o al naranjo (nunca al manzano) siempre cargados de frutos y arrancaba dos o tres piezas. Se las comía despacio, sin prisas. Tenía todo el día para no hacer nada. Si se animaba, a lo mejor dedicaba un rato a tratar de enseñar a ese animal que se le arrimaba con insistencia, parecido al lobo, pero más dócil, a que le diera la pata cuando él le tendiera su mano. Había terminado ya de poner nombre a todos los animales (menos a ese que se le parece al lobo
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