Adán se despertaba muy pronto, casi con las primeras luces, miraba a derecha e izquierda, bostezaba, se estiraba un buen rato, volvía a bostezar y, por fin, se levantaba del lecho excavado en la blanda arena en el que, la noche anterior, había extendido una suave capa de fresca y fragante hierba. Orinaba en cualquier parte, luego se acuclillaba en la orilla del río, acuencaba las manos y las llenaba de fresca agua incolora, inodora e insípida como eran entonces todas las aguas existentes. La bebía. Se acercaba al peral, o al ciruelo, o al naranjo (nunca al manzano) siempre cargados de frutos y arrancaba dos o tres piezas. Se las comía despacio, sin prisas. Tenía todo el día para no hacer nada. Si se animaba, a lo mejor dedicaba un rato a tratar de enseñar a ese animal que se le arrimaba con insistencia, parecido al lobo, pero más dócil, a que le diera la pata cuando él le tendiera su mano.
Había terminado ya de poner nombre a todos los animales (menos a ese que se le parece al lobo, pero no es un lobo) que pululaban por los alrededores. Al león lo llamó león y le dijo que fuera el más fiero de todos ellos; al gato lo nombró gato y le enseño a ronronear cada vez que le pasara la mano por el lomo; al papagayo lo nombró papagayo y, para distinguirlo de otros loros parlanchines, lo pinto de vivos y variados colores; a la serpiente, no sin cierta repugnancia, le puso el nombre de serpiente porque vio que le venía como anillo al dedo. Fue un gran esfuerzo el inventarse cientos y cientos de nombres, cada uno distinto, para dárselos a los animales que todas las mañanas formaban largas colas ante él en espera de recibir el preciado certificado de identidad. Sí, porque Adán les entregaba a cada uno de ellos el nombre asignado escrito en una larga y estrecha hoja de papiro que luego ataba alrededor de sus cuellos, más que nada para no confundirlos cada vez que se cruzara con ellos, al menos hasta que hubiera memorizado bien el nombre que le había otorgado a cada uno.
Pero esta mañana no había ante él ningún animal esperando su bautizo. «Y ahora, ¿qué puñetas hago yo?», se dijo. Le hubiera gustado tener con quién hablar. Alguien que admirara su ingente tarea realizada. Lo había intentado con todos los animales conforme iba dándoles nombre, pero ninguno parecía entenderlo. Solo obtenía de ellos ladridos, mugidos, rebuznos, maullidos, trinos, zumbidos y balidos, muchos balidos. Un día le pareció que la serpiente con su siseo aprobaba su labor, pero de ahí no salía. Todo era un largo y cansino sííí, sííí. Lo más cerca que estuvo de poder hablar con alguien fue con uno de los loros, primo hermano del papagayo, sin embargo pronto se dio cuenta de que lo único que hacía era repetir lo mismo que él le decía. Puro parloteo sin sustancia. Lo mantuvo a su lado solo porque al pájaro le gustaba posarse sobre él y supuso que yendo así, con el loro sobre su hombro izquierdo, formaban una bonita y exótica imagen.
Así que, sin nada que hacer esa mañana,
decidió dar un paseo. Iría a explorar el gran jardín en el que se encontraba.
Quizá fuera hasta aquellas apartadas cumbres donde, algunas mañanas, había oído
extraños, pero a la vez agradables, sonidos. Como su propia voz, pero más
cantarina. Como la de aquel animal que bautizó con el nombre de sirena y que,
nada más recibirlo, se zambulló en el agua y se alejó dejando tras de sí una
oleada de rubia melena. Le hubiera gustado pasar una noche con ella. Tenía algo
inquietante ese animal.
Cuando Adán llevaba casi dos horas andando empezó a cansarse y a aburrirse. Iba hablando solo, diciendo que todo estaba muy bien, que el clima era maravilloso, que la temperatura era ideal y sin variaciones significativas, que en el jardín encontraba toda la comida que quisiera a su disposición y que, para pasar unas semanas de meditación y relax estaba muy bien, pero que él echaba de menos un poco de actividad y, sobre todo, alguien con quien hablar, alguien que admirara todo lo que había hecho.
Su sorpresa fue mayúscula cuando, al doblar un recodo del camino, se encontró con una pequeña cueva que tenía unos geranios plantados a la entrada; a su izquierda había una extraña construcción de forma circular, hecha con ramas entrelazadas y dentro de la misma tres gallinas que empezaron cacarear nada más verlo. Del interior de la cueva salía un humillo que olía a tomillo y carne puesta al fuego que le hizo salivar hasta casi atragantarse. Se quedó ahí, parado, sin saber qué hacer. Su asombro fue mayor cuando del interior de la cueva salió un animal que le recordó a la sirena. La reacción inicial de ambos fue la de salir huyendo, pero incomprensiblemente ambos se quedaron parados mirándose y olisqueando el tufillo que les venía del contrario. Adán se dijo que hubiera preferido encontrarse con la sirena, porque la mitad inferior de este nuevo y desconocido animal le pareció una burda imitación de la suya propia, ¡le faltaba el pequeño apéndice colgandero que él tenía entre las piernas! Se ve que el diseñador de este animal tenía prisa y lo acabó sin colocar ese mini rabo que él tenía y en su lugar le dejó ahí un hueco sin cerrar. Eso es lo que habría ocurrido, sin duda. Qué se le iba a hacer.
Y creyendo que hablaba para sí solo, dijo: «Vaya animal raro. No es ni hombre, ni sirena. Está incompleto. Ahora tendré que pensar un nombre para él». Adán casi se cae de espaldas cuando oyó que el extraño animal podía hablar. «No tienes que ponerme nombre. Me llamo Eva y soy una mujer, la primera mujer», dijo Eva apartándose con la mano derecha un mechón, un largo y dorado mechón de pelo que le tapaba el ojo y parte de la mejilla.
Adán se quedó esa mañana junto a Eva. Aprovechó para contarle, con el pecho bien henchido y la mirada algo arrogante, como él solo y sin ayuda, empleando una buena dosis de imaginación y de mercadotecnia, les había puesto nombre a todos los animales. Eva le dijo que eso estaba bien, pero que lo suyo no era para menos. Ella había identificado todas las plantas y árboles. Además había inventado los corrales y domesticado a las gallinas y estaba trabajando sobre la creación de una industria agroalimentaria capaz de distribuir sus productos por todo el jardín. Adán dijo: «¡Pche!, no está mal, pero no le veo utilidad a todo eso». Entonces Eva le dio a probar el asado de conejo que estaba haciendo y Adán pensó que a lo mejor no sería mala idea mantener buenas y cordiales relaciones con este nuevo ser. Así que siguieron charlando y charlando y cuando se hizo de noche, Eva le dijo que podía hacerle un camastro en el interior de la cueva y que ya, mañana, con luz del día podría volver a su rincón del jardín.
A la mañana siguiente Adán se acicaló algo más
de lo habitual y se ofreció para coger la fruta de un manzano (quién se lo iba
a decir, ¡él cogiendo manzanas!) que estaba a escasos veinte metros de la
cueva. Luego fue Eva la que le invitó a probar los dulces dátiles que ella
misma recolectaba de un cercano palmeral. Después de comer todos esos manjares
se quedaron en grata sobremesa y el tiempo se les fue volando. Y así, casi sin
darse cuenta, pasaron el día. Después pasó una semana, un mes, tres meses...
Hablaban, reían, comían sin temor a perder eso que una mañana, cuando el rocío
aún no se había evaporado, dieron en llamar «felicidad», porque Adán decía que
acabados los animales, plantas y árboles a los que asignarle nombre, había que
empezar a denominar esas extrañas sensaciones, que no sabían muy bien de dónde
les brotaban.
Pero está claro que «ni el hombre conoce cien días de felicidad, ni la flor conserva durante cien días su color», (muchos, muchísimos siglos más tarde se empezó a repetir cansinamente esta frase entre las gentes de un lugar conocido con el nombre de Catay y decían que era un proverbio inventado por ellos, pero ya veis que no, que la frase es mía). Así que, una tarde especialmente calurosa, Adán se dio cuenta de que habían agotado los temas de conversación. Con ojos apagados miraba los geranios que se le antojaban ahora mustios y descoloridos. Los dátiles empezaron a resultarle empalagosos a Adán. Ya no le apetecía tanto como antes coger manzanas para Eva (ella siempre les encontraba algún gusano y las despreciaba). Por todo eso y más, esa tarde Adán le dijo a Eva: «Va siendo hora de que le dé una vuelta a mi rincón del jardín». A Eva le pilló de sorpresa esa noticia y empleando un tono claramente altanero, despectivo si queréis, le dijo a Adán: «Pues, cuando tú quieras». Y, justo en ese momento apareció la serpiente.
Adán, al ver al reptil cerca de ellos, inició el ademan de tirarle una piedra. Eva lo detuvo. «Pero, ¿qué haces? No la asustes. Es un animal precioso. Nunca había visto nada parecido». Eva cogió a la serpiente, se la enroscó alrededor del cuello y se adentraron por el bosque. Por el camino, la serpiente le iba susurrando al oído cómo conseguir que Adán no se fuera. Le decía: «Ven, que te voy a enseñar lo que suelen hacer el gato y la gata; el chimpancé macho y la chimpancé hembra; el león y la leona; en fin, todos los animales machos con todas las animales hembras de su misma especie». Y cuando Eva lo vio, comprendió esa pequeña diferencia anatómica que había entre Adán y ella. Entonces le preguntó a la serpiente: «Vale, pero ¿cómo consigo que Adán se interese de esa manera por mí?» Si la serpiente hubiera podido reír, se hubiera reído en ese momento, pero como no podía se limitó a decir muy sibilinamente: «Seduciéndolo». Ante la cara de ignorancia que puso Eva, la serpiente le dijo que mejor que enseñar era insinuar y acto seguido le cubrió con sendas hojas de parra las ingles y las nalgas. Y con dos largos mechones de su rubia cabellera le tapó los pechos. También le dijo que mejor que caminar sosamente, era andar contoneando las caderas; que mejor que mirar directamente a los ojos era esconder tímidamente la mirada; que por la tarde se bañara en la charca de aguas cristalinas para quitar de su piel todo resto de suciedad y malos olores y después se adornara el pelo con unas aromáticas moñas de jazmín. Por último, que después del baño, al anochecer, se sentara cerca de él, apenas rozándolo, mirara fijamente a la Luna y suspirara repetidas veces.
Cuando Adán vio reaparecer a Eva con sus excitantes hojas de parra estratégicamente colocadas y con ese nuevo movimiento de caderas, se quedó algo perplejo. Pero la cosa no acabó ahí. Su asombro e inquietud fueron a mayor al verla desprenderse con cierta parsimonia de esas hojas de parra mientras se iba metiendo lentamente, sin prisas, en la charca, de una forma tan voluptuosa que a él mismo le dieron ganas de bañarse, aunque supo resistirse, no sin esfuerzo, a ese impulso. Cuando Eva, siguiendo los consejos de la serpiente, se adornó el pelo con las flores de jazmín, lanzó dos o tres suspiros, le dio la espalda a Adán y miró de frente a la Luna, en ese mismo momento digo, Adán comenzó a sentir una quemazón en su colgajo que culminó en una soberana erección. Se situó entre Eva y la Luna señalándose tal anomalía y le dijo: «A ver ahora qué hago yo con esto».
Ni que decir tiene que esa noche Adán y Eva hicieron lo mismo que suelen hacer el gato y la gata, el chimpancé macho y la chimpancé hembra, el león y la leona y todos los animales machos con todas las animales hembras de su misma especie. Pero no una vez solamente, sino que lo repitieron hasta cuatro veces en esa misma noche y, cuando estaba amaneciendo, al intentar repetir la coyunda por quinta vez, se les apareció el dueño del jardín que, con cierta severidad les dijo:
«Ah, ya veo que habéis conocido el sexo, el erotismo, la procreación. Eso seguro que ha sido cosa de la serpiente, esa rastrera metijona. Ahora me llenaréis todo este vergel de pequeños y ruidosos chiquillos. Ya no habrá silencio ni tranquilidad. No podré mirar a izquierda o a derecha sin toparme con unos revoltosos alevines que, con sus molestos saltos y juegos, estén destrozando mis macizos de rododendros o de petunias. Y cuando se hagan mayores será peor. Cohabitaran entre ellos y tendrán más camadas. Y yo tendré que mantener a toda la caterva, darles de comer y prestarles cobijo. ¡No y mil veces no! No lo consentiré, que quede bien claro. Así que os ordeno que salgáis de mi jardín, que abandonéis mi Edén. Que, a partir de ahora, quien quiera comer que se gane el pan con el sudor de su frente. ¡Hala, fuera, fuera de aquí ahora mismo!».
Y eso fue lo que pasó. Ni más ni menos. Con los años se escribió una historia algo desvirtuada. Seguía apareciendo la serpiente, eso sí, pero en el relato posterior aparecían incongruencias como que primero apareció Adán en el jardín y más tarde Eva (ya habéis visto que no fue así, que Eva estaba en el jardín a lo mejor incluso antes que Adán); que el dueño del jardín les dijera «creced y multiplicaos», cuando ha quedado bien claro que odiaba a los niños y a las muchedumbres; también aparece un árbol de fruto prohibido; una manzana que les dio la serpiente (vaya tontería, ¿con qué mano la iba a coger la serpiente?) que primero mordió Eva y después Adán (él sentía repugnancia por ese fruto. Si antes lo cogía era para dárselo a Eva, ya os lo he contado antes); un ángel con espada flamígera y no sé cuántos disparates más.
Pero vosotros hacedme casó a mí, que yo no
engaño a nadie.
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