Recuerdo que en mi infancia, cuando vivía en la calle Almendros Aguilar, yo pasaba mucho frío durante los inviernos. Vivíamos en una casa antigua. Éramos dos vecinos: Ezequiel y Pura con sus dos hijos en la planta baja, y nosotros en la planta primera. Había un patio compartido. Tenía un pilón del que brotaba un agua cristalina y muy fresca. En invierno, el balcón del dormitorio permanecía cerrado a cal y canto, pero en las noches de verano se dejaba abierto de par en par y yo oía pasar al sereno que venía desde calle abajo golpeado acompasadamente el asfalto con su chuzo. Ese golpeteo me daba cierta seguridad y me hacía dormir plácidamente. En los meses de frío nos calentábamos con braseros de cisco que te obligaban a estar sentado junto a la mesa camilla, cubiertas las piernas con las faldas de la misma. Un año, quizá fuera el del cincuenta y ocho, o tal vez el del cincuenta y siete, mi madre aventuró que ese invierno iba a ser extremadamente frío. Todos, mi padre, mis hermanos y
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