A las diez de la noche aún hacía un calor insoportable. Treinta y cuatro grados marcaba el gran panel digital de la esquina, donde se alternaban temperatura y hora del momento. Menos mal que, como contrapartida, aun había luz natural y no pasaba como en pleno invierno que, a esa hora, cuando Marta salía del trabajo en la oficina de unos grandes almacenes se encontraba con la noche ya cerrada y las farolas, siempre escasas en su opinión, solo delimitaban unos círculos débilmente iluminados y no del todo contiguos, con lo que el desasosiego y el temor a ser asaltada por algún desaprensivo eran lo único que ocupaba su pensamiento hasta llegar a la boca del Metro. En la estación de Tetuán. Por eso, esa noche en la que aun lucía el sol, Marta no se apresuraba con sus pasitos cortos y ligeros. Incluso se paró un rato en el escaparate de la tienda de modas, dónde había un maniquí blanco y estilizado, con un óvalo liso y uniforme que le hacía las veces de cabeza a la muñeca y en el que solo
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