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Martita

 

A las diez de la noche aún hacía un calor insoportable. Treinta y cuatro grados marcaba el gran panel digital de la esquina, donde se alternaban temperatura y hora del momento. Menos mal que, como contrapartida, aun había luz natural y no pasaba como en pleno invierno que, a esa hora, cuando Marta salía del trabajo en la oficina de unos grandes almacenes se encontraba con la noche ya cerrada y las farolas, siempre escasas en su opinión, solo delimitaban unos círculos débilmente iluminados y no del todo contiguos, con lo que el desasosiego y el temor a ser asaltada por algún desaprensivo eran lo único que ocupaba su pensamiento hasta llegar a la boca del Metro. En la estación de Tetuán. Por eso, esa noche en la que aun lucía el sol, Marta no se apresuraba con sus pasitos cortos y ligeros. Incluso se paró un rato en el escaparate de la tienda de modas, dónde había un maniquí blanco y estilizado, con un óvalo liso y uniforme que le hacía las veces de cabeza a la muñeca y en el que solo había una pequeña protuberancia, la que simulaba una diminuta nariz. Se paró porque el maniquí llevaba puesto el vestido que a ella le gustaría lucir. Estampado, con colores vivos y escotado, quizá demasiado. Sin mangas. Falda de amplio vuelo y con un ancho cinturón para ajustarlo bien a la cintura estrecha, casi imposible, del maniquí. «Bueno, yo no tengo esa cintura de avispa, pero seguro que se podría arreglar», se dijo Marta. «Aunque bien pensado, no sé si sería capaz de ponérmelo con ese escote que tiene. Esos escotes son propios de Luisa. Y luego dirá que los compañeros de trabajo no hacen más que mirarla. A ver, si ella no hace más que provocar. Que parece una cualquiera… ¡Ah, yo no! Yo no soy así... Y es que hay que ver como son los hombres. Porque, vamos a ver, yo no doy pie a equívocos y sin embargo a más de uno he pillado echándome unas miradas que vaya… Sin ir más lejos, ayer en la oficina, que se me acercó Manolito para pedirme la grapadora y, a pesar llevar puestas sus gafas de miopía de ocho dioptrías, bien que me di cuenta de cómo me miraba, vamos que parecía querer desnudarme con la mirada. ¡Ay, Jesús!, no quiero ni pensarlo. Y si no atinaba a coger la grapadora no será porque el pobre necesite una revisión oftalmológica ni porque es algo débil mentalmente, como dicen los demás, si no por la lascivia que le corroía por dentro, que se le adivinaba nada más mirarlo. Vamos, que hizo que me soliviantara un poco»

Marta había vivido con su madre hasta que, hace tres años, la pobre murió de vieja, consumida poco a poco en la penumbra de su habitación y con un único vaivén en su vida: el de la mecedora en la que pasaba sentada las horas muertas. Bueno, quizá hubo otra sacudida en su monótona vida hace ya muchos años, cuando se quedó embarazada de Marta, pero mejor no recordarlo. Ella fue la que le enseñó a Marta a ser discreta y a desconfiar de los hombres que, a la primera de cambio, ya están intentando robarle la honra a las mujeres. Marta no conoció a su padre y su madre nunca le habló de él. Tampoco tiene hermanos. Ahora Marta vive sola y ha hecho poner dos cerrojos más en la puerta del piso. Incluso está pensando en instalar una alarma para mayor seguridad. Cuando el otro día lo comentó en la oficina, Luisa y el resto de compañeros la animaron a hacerlo porque, «hay que ver la cantidad de mujeres que son asaltadas y violadas en su propia casa mientras duermen. Todos los días salen en los periódicos tres o cuatro casos. Sí Martita, harías bien poniendo una alarma. Y, ahora en verano, ni se te ocurra dormir con la ventana abierta, porque puede entrar el fresco y violarte». Marta creyó ver cierta ironía en ese comentario, no solo por el retintín que emplearon al llamarla con el diminutivo de su nombre, si no sobre todo porque Ramón le dio la espalda y, con la cabeza un poco gacha, comenzó a reírse a la vez que se tapaba la boca con la mano derecha, como queriendo disimular.

Cuando Marta llegó al andén de la estación de Tetuán, los paneles informativos anunciaban que el próximo tren llegaría en tres minutos. Se mantuvo a pocos metros de la escalera de acceso y, con cierto disimulo, se fijó en un joven fornido de pelo crespo y algo melenudo, con barba de unos tres o cuatro días que entretenía la espera hojeando un periódico. Por un instante sus miradas se cruzaron y Marta agachó inmediatamente la cabeza y con cierta turbación se dijo: «¡Ay, Dios mío! Espero que no haya creído que me estoy insinuando. Procuraré entrar en un vagón distinto al suyo».

Marta ocupó un asiento aislado, junto a la puerta, en un vagón en el que solo había otros seis pasajeros. Una pareja ya granadita, callados y con sus miradas perdidas más allá de la cristalera de la ventana que tenían enfrente. Dos chicas que venían comentando algo sobre lo mal que se había portado con ellas una tal Mari Pili. Y dos hombres mayores que discutían sobre qué es lo que ellos harían con respecto a la Gran Vía si estuvieran en el lugar de Carmena.

En la parada de Estrecho se bajaron las dos chicas criticonas y entró un hombrecillo con una acordeón y un vaso de plástico fijado en el cinturón en el que tintineaban un par de monedas. Seguramente se dirigía ya a su casa habiendo dado por concluida su jornada mendicante porque se sentó en el primer asiento vacío que pilló y su acordeón permaneció mudo durante todo el trayecto. Lo cual fue de agradecer. También entró un veinteañero que, de inmediato, soliviantó a Marta. El muchacho tenía un corte de pelo a lo mohicano y además tintado de color verde azulado. Pantalones y chupa tachonada sin mangas de cuero negro. Botas altas de tipo militar, también negras, y dos largas cadenas que le cruzaban de un bolsillo al otro de los pantalones. Los dos antebrazos tatuados, el izquierdo con una calavera y el derecho con una sirena de pechos voluptuosos. Al entrar dio un pequeño tropezón y Marta dio por sentado que venía borracho o, lo que es peor, drogado. Se quedó de pie, agarrado a una de las barras verticales que hay en la plataforma de entrada al vagón. El chaval, en un principio dio la espalda a Marta, pero a los pocos segundos se giró y quedó totalmente enfrentado a ella aunque, eso sí, él en un extremo y ella en el otro del vagón. Y así permaneció, con la vista al frente y agarrado a la barra vertical aguantando como podía los traqueteos del tren. Marta se inquietó y, mecánicamente, estiró el borde de su falda  y se aseguró de que sus rodillas estaban juntas y bien apretadas. «¡Jesús, Jesús! Qué miradas me echa el muy cochino. Y que pinta de violador tiene —se decía Marta—. Menos mal que no voy sola».

En Alvarado se bajó la pareja granadita y silenciosa y el veinteañero sacó un móvil y se puso a hablar con alguien. Soltó un par de risotadas mientras asentía con la cabeza. Marta enderezó la espalda y se tensó toda ella un poco más: «Y no deja de mirarme el muy cochino. Seguro que le está contando a algún amiguete la última guarrada que ha cometido o, lo que es muy probable, seguro que le está hablando de mí y de cómo piensa asaltarme. Seguro que piensa seguirme hasta mi casa y, cuando esté dentro del portal, forzará la puerta, me cogerá por detrás, aplastará su paquete contra mi culo y me tapará la boca con una mano mientras que con la otra me sobará las tetas, o tal vez me arremangue la falda y meta su mano por debajo de mis bragas y… ¡Ay, Dios mío que escalofrío siento ya nada más pensarlo. Y, claro, yo no podré gritar y pedir auxilio con la boca tapada por su manaza. Y entonces él hará conmigo lo que quiera».

En la estación de Cuatro Caminos, cuando se abrieron las puertas del vagón, se bajaron todos. Se quedaron solos Marta y el veinteañero que, justo en ese momento dejó de hablar por el teléfono y, con una sonrisa dibujada en los labios, besó el móvil antes de guardarlo en su bolsillo. Marta, toda agitada y temiendo que el «mohicano» veinteañero aprovechara la circunstancia de haberse quedado a solas con ella para violarla allí mismo, sin aguardar a llegar al portal de su casa, aprovechando que las puertas del vagón permanecían aún abiertas, se levantó precipitadamente para salir de él. Pero justo en el último momento, cuando el tren emitía el pitido que avisaba del inminente cierre de puertas, entró en el vagón un corpulento hombre, vestido de uniforme. Era el vigilante de seguridad del metro. Marta, suspiró hondamente y se sentó de nuevo en su asiento, pero el temblor de manos aun no había desaparecido por completo. El «mohicano» seguía imperturbable, haciendo equilibrios para sostenerse en pie. Volvió a sacar su móvil para teclear algún mensaje con los dos pulgares, que movía rápidamente y con destreza.

En Río Rosas, entró alborotando y riendo un grupo de chicos y chicas. El «mohicano» salió sin mirar a los lados y tecleando todavía en su móvil. Marta lo siguió con la mirada durante unos segundos hasta que el tren inició de nuevo su marcha.

Al día siguiente, en la oficina, Ramón le preguntó: «Qué Martita, ¿ya has pensado que alarma vas a instalar?».

—Sí, vosotros reíros, pero ayer estuve en un tris de ser violada —respondió Marta mientras se sentaba recogiendo bien las piernas debajo de su mesa—. Si no llega a ser por un guardia de seguridad que me salvó en el último momento, a estas horas sería una desgraciada.

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