Martes, 25 de abril de 2022
Hoy he decidido escribir un
diario. Bueno casi un diario, porque no estoy seguro de escribir en él todos
los días. Mi vida no es tan interesante ni tan aventurera como para que me
sucedan hechos memorables o prodigiosos a todas horas. Tampoco es la primera vez que empiezo un diario. A ver, que levante la mano quién no haya tenido en su
adolescencia un cuaderno que ocultaba en lo más recóndito de su cajón y en el
que no hubiera escrito en la portada «No abrir. Diario muy personal», o cosa
parecida.
En mi caso, lo empecé a
escribir cuando tenía catorce años, o quizá menos. El cuaderno en el que lo
escribía era de tapas duras, de cartón duro quiero decir, y de color azul. Las
páginas interiores estaban rayadas, para que al escribir no torciera los
renglones. Porque entonces, todo el mundo escribía a mano, bueno, mi padre en
su oficina también escribía a máquina (a mí me hacía mucha ilusión oír la
campanita sonar cuando avisaba de que el carro había llegado al final del
renglón), pero cuando llegaba a casa, usaba siempre el lápiz o la pluma para
escribir sus poemas. Nos preguntaba, a mis hermanos y a mí, qué habíamos hecho
en el instituto, después nos aclaraba las dudas que tuviéramos, menos las de
matemáticas y química. Luego nos pedía que estudiáramos las lecciones del día
siguiente y él se iba a su despachito a escribir o a leer.
Al dejarnos, nos pedía que
nos mantuviéramos callados y concentrados en nuestra tarea. Yo lo miraba a
través de la puerta abierta del pasillo, sentado ante una cuartilla en blanco,
con una de sus pipas humeante en la mano izquierda (las tenía de madera de
brezo, de espuma de mar, de cerámica, de tipo boule, billiard, cuty, full bent y qué sé yo de cuantos más), el
lápiz o la pluma en la mano derecha y su cabeza envuelta en una azul neblina
que olía a una mezcla de ron, bergamota, clavo y cinamomo. No sé si él se
fijaba en mí. Cuando escribía sus poemas, creo que conseguía entrar en otra
dimensión donde solo cabían él y sus ideas, él y sus sentimientos, él y un
millón, no, mil millones de imágenes. Yo sí que me quedaba absorto mientras lo
veía así y trataba de imaginarme lo que sucedía en su interior, lo que sentía.
A veces, se me antojaba que sufría y era su dolor el que le hacía escribir sus
poemas melancólicos, de ausencias, de añoranzas, de muertes. Otras veces se me
antojaba henchido de gozo, de alegría, y entonces sus manos se movían más
ligeras, como si flotaran y sus poemas eran otros, llenos de colores y
esperanzas.
Pero volvamos a mi cuaderno.
Creo que solo rellené las cuatro o cinco primeras páginas. Con cosas tan
simples como:
«Hoy el profe de matemáticas me ha sacado a la palestra
para preguntarme la lección y me he puesto tan nervioso que no he dado ni una.
Lo que más rabia me da es que me la savía (escrito así, con v) de puta madre.
Pero lo peor es que Angelines ha estado todo el rato riéndose y eso me ponía más
nervioso aún. Había pensado darle en el recreo unos versos que le había
escrito, pero al final no se los he dado. ¡Que se chinche! Ah, se me olvidaba,
los versos manuscritos en el papelito que le iba a dar eran estos:
Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso… ¡yo no sé
qué te diera por un beso!
Pensaba decirle que los abía (sin h en el original)
escrito yo pensando en ella, pero no sé si colaría. Mejor busco otros de algún
poeta que no tengamos que estudiar este año en clase de Literatura».
También escribí en ese
diario de tapas azules como me sentí después de fumar mi primer cigarrillo, que
por cierto, le había quitado a mi padre, porque además de en pipa, también
fumaba cigarrillos. De la marca Chesterfield. Sin filtro.
Otra noche escribí, después
de un berrinche porque mis padres no me dejaban ir a un guateque a casa de un
compañero de instituto al que tenían clasificado como «no recomendable», que me
fugaría de casa. Que cogería mi mochila con cuatro cosas y me escaparía. No
había decidido aún a dónde ir, pero mi decisión de fugarme era firme. Así lo
dejé escrito. En mi diario azul. Creo que esa fue la última anotación.
Seguramente me cansé de escribir tonterías y cosas que luego no llevaba a cabo.
Aún no me explico por qué no quemé ese cuaderno.
Y también están recogidas en
ese cuaderno mis primeras vacaciones en la playa. En realidad lo que escribí
fue el recuerdo de aquel primer encuentro con el mar, porque los hechos
descritos ocurrieron cuatro o cinco años antes. Fui con mis tíos Manolo y Ade y
mis primos Manolín y Felisa que vivían en Madrid. Mis padres y mis hermanos se
quedaron en casa. Ya no recuerdo si los echaba de menos o no; supongo que solo
los primeros días los añoraba. Fuimos a
Alicante. Nos bañábamos en la playa de San Juan. Quedé sobrecogido por
aquella primera visión del mar. Entonces las playas no estaban abarrotadas de
bañistas, por eso se podía vivir el mar en todo su esplendor. El primer día me
quemé la espalda y mi tía Ade me ponía paños empapados de vinagre por la noche,
decía que así se me calmaban las molestias. No estoy seguro del remedio, pero
lo que si recuerdo es que, desde luego, si no podía pegar ojo no era por las
quemaduras, sino por el desagradable olor a vinagre de aquellos emplastos.
Dormía en el mismo dormitorio que mi primo Manolo y él también se quejaba del
olor. Mi tío Manolo consiguió que me dejaran posar subido en un yate de los que
estaban amarrados en el puerto y me hizo una foto desde el muelle. La guardo aun
en algún cajón de por ahí. Mi tío Manolo guardaba en su casa de Madrid un
violín con muchos años, decía que de la época de Stradivarius. Nunca le oí
tocarlo.
Más tarde, ya adulto, hice
varios intentos de retomar la práctica de escribir un diario. No para contar
los hechos cotidianos, que siempre son aburridísimos y repetitivos, ¡puaf!,
sino para dejar constancia de mis reflexiones y opiniones sobre lo que
acontecía a mi alrededor. Pero lo dejé porque me parecía muy complicado y
además, mis reflexiones y opiniones, de repente, cuando me sentaba a
escribirlas en el ordenador (los tiempos ya eran otros), me parecían poco
profundas y triviales. Así que me bajaba al bar de la esquina a tomar una
cervecita y, si se terciaba, a jugar una partidita de dominó.
Ahora, una vez alcanzada y
sobrepasada la edad en la que uno puede ya decir lo que quiera sin la maldita
autocensura, me dispongo a intentarlo de nuevo. De lo que estoy seguro es de que
ésta será la última vez que lo intente.
Voy a escribir lo que se me antoje sobre lo que veo y sucede a mi alrededor, sobre lo que recuerdo haber vivido, sobre lo que espero aun vivir, sobre las vidas de quienes me rodean o me han rodeado en otros tiempos y, lo más importante, os advierto de que no tendré ningún reparo en inventarme lo que sea para darle un matiz «literario» a este «Casi diario», como lo llamaría mi vecino el chichotero. Creo que ahora le llaman «autoficción». Ya veremos cuanto me dura este impulso.
Sin duda todos en edad adolescente hemos iniciado un diario, hoy los diarios se hacen en el WhatsApp, sería interesante poder acumular la conversaciones de este medio,
ResponderEliminarCierto, pero tedioso. Me refiero a la de acumular conversaciones en WhatsApp. Habría que separar mucha paja de poco grano.
EliminarBuen comienzo.Te deseo suerte en esta andadura
ResponderEliminar¡Se me había escapado el primer capítulo de tu "Casi diario"!
ResponderEliminarSalvo por la pipa humeante (¡no se le ocurriría entrar con ella en nuestro cuarto!), tu padre, que es mi abuelo, repitió ese mismo hábito con nosotras durante años. Los abuelos nos traían un ochío para merendar y luego él nos tomaba la lección, nos aclaraba dudas y, a veces, durante el ratito que nos dejaba en silencio para hacer las actividades, incluso componía algunos versos, que, o bien nos recitaba como solo él sabía, o bien nos dejaba escritos en un papel con su hermosa caligrafía.