Unas tías de mi padre vivían en «Las Protegidas». Tenían un piso, un pisito, en la planta baja de uno de los bloques que miran al parque de La Victoria; en la calle Baeza sigue estando, pero ya sin las tías Manuela ni Adela, tampoco el tío Emilio, que era bizco. Sin embargo yo los recuerdo muy bien, los veo moverse (la tía Manuela poco), los sigo oyendo hablar y sigo saboreando su guiso de calamares (nunca superado por los que pruebo ahora). Pero mi mejor recuerdo es el de los patios, grandes patios, enormes patios interiores que tienen esos bloques de viviendas protegidas. En ellos he jugado, he rivalizado con otros chiquillos por inventar historias fantásticas, he intercambiado cromos y canicas, he merendado hoyos de pan con aceite y una onza de chocolate, he corrido y me he hecho magulladuras en las rodillas por las caídas sobre un suelo cubierto de gravilla... En esos patios he pasado momentos de mi infancia en los que estaba convencido de que todo el mundo, toda la vida, toda la
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