Unas tías de mi padre vivían en «Las Protegidas». Tenían un piso, un pisito, en la planta baja de uno de los bloques que miran al parque de La Victoria; en la calle Baeza sigue estando, pero ya sin las tías Manuela ni Adela, tampoco el tío Emilio, que era bizco. Sin embargo yo los recuerdo muy bien, los veo moverse (la tía Manuela poco), los sigo oyendo hablar y sigo saboreando su guiso de calamares (nunca superado por los que pruebo ahora). Pero mi mejor recuerdo es el de los patios, grandes patios, enormes patios interiores que tienen esos bloques de viviendas protegidas. En ellos he jugado, he rivalizado con otros chiquillos por inventar historias fantásticas, he intercambiado cromos y canicas, he merendado hoyos de pan con aceite y una onza de chocolate, he corrido y me he hecho magulladuras en las rodillas por las caídas sobre un suelo cubierto de gravilla... En esos patios he pasado momentos de mi infancia en los que estaba convencido de que todo el mundo, toda la vida, toda la felicidad se encontraban allí.
Por eso he sufrido mucho cuando he visto la evolución de los
mismos. Cuando todos o casi todos se han convertido en zonas de aparcamiento
para coches y más coches. Ya no ves en ellos niños jugando, tampoco corrillos
de madres y tías que han sacado sus sillas y, sentadas en grata compañía, se
cuentan sus penas, quizá sus pocas alegrías, quizá presuman de sus buenos hijos
o incluso de sus buenos maridos, quizá alaben a algún pariente lejano, a algún
vecino próximo o tal vez los estén crucificando. Ahora a esas madres, a esas
tías se les han sumado los padres, los tíos y algún familiar que vive en el
extranjero, en Granollers o en Perpignan, pongo por caso. Y todos siguen
haciendo lo mismo, pero ahora empleando sus WhatsApp, sin la cercanía de un
corro de sillas, sin comunicación no verbal, sin olores, sin intercambio de
miradas, sin compartir un vaso de gazpacho fresquito que saca una vecina
diciendo: «Tomad, probadlo, que a mi Juan le sale muy bien; le pone unos
trocitos de manzana». Y te vas esa tarde un tanto agradecido porque el gazpacho
se te repite y era verdad, estaba muy bueno, con su punto exacto de ajo. Esas
cosas ya no pasan.
Pero, ¡oh sorpresa!, el otro día pasé por la calle Linares y
vi que uno de esos patios había renunciado a convertirse en un almacén de
chatarra y había creado un pequeño jardín que se mantenía bien cuidado. Ese jardín
interior llevará mucho tiempo ahí porque sus plantas y árboles se ven crecidos,
pero para mí era novedoso. No pude resistirme a mirarlo durante unos minutos desde
la cancela que lo privatiza y dejar volar mi imaginación para reencontrarme con
aquel tiempo perdido, como si fuera un Marcel Proust cualquiera. Saqué mi móvil
y le hice un par de fotos que, algunas tardes sentado ante mi ordenador, pongo
en la pantalla y las contemplo mientras me acaricio las rodillas porque aún me
escuecen aquellas magulladuras que me hice cuando caí sobre la gravilla. Coloco
una de esas fotos aquí abajo. Miradla con atención y decidme si no es verdad
que todos desearíamos que nuestros patios comunales fueran como ese.
También recuerdo esa casa frente al parque (también eran tías de nuestras madres)
ResponderEliminarEl relato es el recuerdo exacto de lo personalmente vivido. Memoria de una infancia feliz, en mi caso para visitar casi a diario a mi abuela en compañía de mi primo un año mayor Manuel Luis. A lo que ahora, ya qué tan buenos recuerdos me trae mi amigo de San Antón Felipe, me gustaría añadir mi añoranza sobre las bambas de nata de chinchilla de moneda 2,50 pesetas, a las que como lujo nos invitaba de higos a brevas mi abuela paterna a la que llamábamos madre, porque lo habitual era que la merendilla, pedida desde los los patios por la ventana a ras de suelo, era un terrón de chocolate virgen de la capilla acompañada de un hoyo de pan consistente y buena corteza y aceite del que se encontraba almacenado a granel. Sabía a gloria, pues lo cierto es que así reponíamos fuerzas para seguir jugando al pinchiqui o los partidillos de fútbol en desafío jugado a modo de mundial jaenero a los que acudían a la disputa procedentes de otros patios o barrios. Otras veces nos entreteníamos con nuestro perro callejero y comunal al que llamábamos unánimemente Valiente, al que alimentábamos y cuidábamos entre todos, o huyendo de Domingo el síndrome de down que era el auténtico líder de los patios existentes entre la calle Andujar y Linares. Por cierto y por último, el portalillo de la foto antesala del precioso jardín de la foto que ofrece Felipe era también el campo de partidillos jugados con toda pasión con porterías de cajas de madera de biscúter del Alcázar y con pelotas gorila verdes de goma del tamaño de un puño. Qué partidazos y qué recuerdos!!!
ResponderEliminarTe agradezco tu historia. Es muy interesante y está rebosante de lo que parecen gastos recuerdos. Pero para mí sería mucho más interesante si pudiera identificarte.
Eliminar¡Y tanto! Un verdadero oasis el patio de la calle Linares.
ResponderEliminarMartina
ResponderEliminarYo recuerdo que de niña vivía en la calle Álvarez, por la calle Martínez ,, Molina en una casa de vecinos, con un gran patio, y era común , en los veranos , cuando refrescaba, varrialis la puerta del bloque, recabamos y sacábamos las sillas de enea, y nos sentábamos con nuestras madres hasta las tantas, esperando a que pasara el chiquillo que vendía las moñas de jazmines que perfumaban el ambiente y al tiempo que escribo me remonto a squen tiempo y lo hago presente. Magnífico Felipe. Enhorabuena y gracias por compartirlo.
No son las protegidas , pero son los mismos recuerdos yo vivía en la calle tinajeros por el arabalejo , tuvimos una niñez buena .
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