Mi padre no sabía nadar. Murió sin aprender a nadar. Cuando
se bañaba en la piscina nunca pasaba a la parte honda, donde el agua pudiera
cubrirle; se quedaba donde no le llegaba al cuello y, sosteniéndose sobre la pierna
izquierda, inclinaba el cuerpo hacia adelante al tiempo que elevaba hacia atrás
la pierna derecha, hasta la superficie del agua, y movía los brazos como si
nadara a braza. Así, en esa postura de una gran te mayúscula, avanzaba a
pequeños saltitos siempre cuidando de no alejarse demasiado del borde de la
piscina. Entonces ladeaba la cabeza y con la boca bien cerrada para no tragar
agua en un descuido, nos sonreía. Parecía querernos decir: “Mirad, mirad ya he
aprendido a nadar.” Luego subía la escalerilla cromada, con cierta torpeza —el
accidente de coche le había dejado una discreta cojera y un pie derecho plano,
por culpa del calcáneo destrozado—, el bañador de color azul marino empapado en
agua y pegado a sus delgados muslos. El fino y blanco pelo aplastado en
desorden contra su frente.
Creo que mi padre no tuvo más bañadores que ese azul marino
oscuro con el que le veía yo bañarse en la piscina. También lo vi una vez, hace
muchos años, cuando yo era un tímido adolescente, bañarse en la charca de Pegalajar
—hoy seca, pero en aquella época plena de agua— y juraría que llevaba el mismo
bañador, no sé, a lo mejor me confundo. Aquella vez iba calzado con unas
sandalias de goma con las que se metía en el agua, «para no escurrirme», decía
dándonos una explicación sin que nadie se la pidiera.
Sin embargo, a mi madre nunca la vi metida en ninguna
piscina, ni en la charca de Pegalajar, ni en la piscina de mi casa, ni en la de
la Orellana. Porque ahora me he acordado de que una vez, también por aquellas
fechas, fuimos a La Carolina donde vivía una hermana de mi madre, la tía Celia.
Ese día nos fuimos todos, mis padres, mis hermanos, mis tíos y mis primos a la
piscina de la Orellana. Allí comimos y pasamos casi toda la jornada. No
recuerdo los detalles del día, pero si permanece en mí la sensación y el
rescoldo de haber vivido unos momentos alegres. Penas y fatigas se quedaron
lejos ese día. ¿Éramos felices? Éramos felices.
De vez en cuando miro la única fotografía en blanco y negro
que alguien, un desconocido o quizá un amigo de mis tíos que también estaba
allí, nos hizo ese día. En ella figuramos todos, mis padres, mis tíos, mis
primos y mis hermanos. Yo estoy al lado de mi padre que tiene su mano derecha
apoyada en mi hombro. Tengo el ojo izquierdo guiñado, seguramente porque el sol,
que me daba de frente, me deslumbraba. Detrás tenemos la piscina en la que, ya
casi fuera del encuadre, un hombre nada
totalmente ignorante al momento que
vamos a inmortalizar cuando suene el clic de la máquina. En esas fechas aún vivía
mi primo Pepe Ángel; ahí está sonriente al lado de su madre. Pobre de él. Mi
primo, pocos años después, moriría de una manera trágica e inesperada; mi tía
Celia, su madre, nunca se recuperó por completo del trance. Pero aquel día, sin
duda, todos éramos felices. Mi padre aún
hoy tiene su mano derecha protectora apoyada sobre mi hombro. En realidad, creo
que nunca la ha retirado.
Genial Felipe,parece que veía a mi padre con esa estampa de los bañadores de aquella época.
ResponderEliminarMuchas gracias
Estupenda narracion Felipe, lo he vivido como enprimera persona.
EliminarRecuerdo Pegalajar y Orellana, aunque en esa ocasión no estaba allí,si recuerdo cuando íbamos a Pegalajar,y si, éramos felices.
ResponderEliminarSin haberlo vivido,, lo he vivido con la misma alegría .
ResponderEliminarSin haberlo vivido,, lo he vivido con la misma alegría .
ResponderEliminarDebía ser de familia lo del estilo natatorio singular. Mi padre pataleaba sin moverse hasta hundirse en el sitio, y salía igual de despeinado y orgulloso. Cosas de hermanos!
ResponderEliminar