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Un café bien amargo

 Cualquier persona con dos dedos de frente entendería los motivos que me llevaron a hacer lo que hice. Es más, con mucha probabilidad lo aplaudiría. Por eso no comprendo al comisario que se empeña en llamarme psicópata descerebrado. Sigue opinando que oculto el verdadero motivo y hoy, por enésima vez, me ha vuelto a pedir que le contara lo sucedido. Y, ya puestos, ahora te lo voy a contar a ti. Porque de algo habrá que hablar, digo yo, mientras estamos aquí los dos encerrados, mano sobre mano y sin nada que hacer. A ver si así te cambia la cara, que no has abierto el pico en las veinticuatro horas que llevamos juntos, que pareces la momia de Tutankamón, hombre.

Para que te enteres, ayer le conté al comisario toda la historia. Antes me habían interrogado varios de sus colegas. Después él mismo. Tres horas sin parar. Bueno, pues hoy va y me vuelve a llevar a su despacho y me pide que se lo cuente todo otra vez. Me quita la esposas y me ofrece un cigarrillo. “Toma Martínez, a ver si esta vez no te dejas nada en el tintero”. Yo, inocente de mi, le pregunté si podía beber una cerveza y me dice que sí, que no faltaría más, que ellos estaban allí nada más que para servirme. Y va y me alarga un vaso de plástico transparente con agua a temperatura ambiente. Treinta grados, sobre chispa más o menos, y con el único ventilador que había en la habitación dirigido solamente para él, para su cara bonita. ¡Qué hijoputa! Me enjuagué la boca con ese calducho y la volví a escupir en el vaso.

Le he dicho que a la Juanita la conocí el día seis de junio pasado, es decir, hace ocho semanas  y tres días.  Bueno, cuatro si se cuenta el que ya llevo aquí hospedado en la suite para gente VIP y al cuidado de sus lacayos. El comisario me interrumpió en este punto y me dijo que tuviera menos cachondeo si no quería recibir una hostia que me haría dar más vueltas que a un trompo. Seguí contándole que al principio todo iba bien. El primer día unas copas en el bar La esquinita del olvido y un morreo con un par de sobeos en el Ibiza.

Al día siguiente la volví a encontrar en el mismo bareto. La Juanita había estado trabajando de camarera —tengo mis dudas al respecto, pero eso es otra historia que quizá en otra ocasión te cuente a ti— en un local Guatemalteco donde se servía el café más fuerte del mundo, según decía ella. “Allá, el café me lo pedían bien amargo. Los buenos clientes nunca le echaban azúcar. Así que yo acabé acostumbrándome y, ¿sabes?, ahora no podría tomarlo si no es así, amargo y bien amargo”. Eso me dijo la Juanita la primera noche que subió a mi cuchitril en el último piso del número treinta y dos de la calle Arrastradero, dónde usted tiene su casa. Aquí el comisario creyó notar cierta sorna en mi ofrecimiento y volvió a reconducirme amablemente con un “me cago en tu estampa, Martínez. Sigue por donde íbamos o te arreo”. Lo dijo alzando la mano en el ademán de atizarme un sopapo de los de campeonato. Yo lo que quería, señor comisario, era espabilarla un poco, porque llevábamos en el cuerpo cuatro cañas y tres gintónic por lo menos. No quería que se durmiera o, lo que hubiera sido peor, que le diera por vomitar y no pudiéramos hacer nada de lo que había planeado para terminar, como Dios manda, esa noche. En La esquinita del olvido me había puesto a cien. El escote que lucía era de los que, si se lo proponía, con un movimiento un pelín brusco y bien calculado, así como por descuido, pues dejaba escapar la teta entera. Usted ya me entiende, señor comisario. A la tercera copa le dije que si quería venir a mi casa para conocer a mi mascota juguetona. Soltó un par de risitas y me dijo: “Ay, pillín, que te veo venir. Los hombres no pensáis nada más que en una cosa”. Por eso, porque quería espabilarla, y de paso un poco yo también, le dije que iba a preparar un café y que se pusiera cómoda. Cuando llevé las dos tazas, la gachona estaba repantigá en el sofá y más en cueros que cuando la alumbró su santa madre hará treinta y tantos años, aunque ella se empeñe en decir que solo tiene veinte y pocos. Yo, al verla así me arrugué un pelín, la verdad. Y es que a mí me aturden las mujeres que toman la iniciativa, por qué negarlo. “Anda, dame a probar ese café” me dijo. Con una mano temblorosa se lo acerqué. Se lo bebió de un sorbo y dejando la taza en el suelo va y me dice “Está poco amargo. Así no estimula lo suficiente. No sé si voy a poder jugar mucho rato con tu mascotita”.

Así fue. Aquella primera vez no di la talla. Bueno, esto último no se lo dije al comisario, te lo digo a ti. Porque, a ver, son cosas privadas que no venían al caso. Me prometí que el siguiente café lo haría más concentrado.

Al comisario le seguí contando que las cosas vinieron rodadas. Me dijo que parara un momento, que iba a cambiar las pilas de la grabadora. Mientras me entretuve mirando la primera página del periódico que tenía encima de la mesa. Algo sobre la presidenta de la comunidad de Madrid y un video grabado por las cámaras de vigilancia de un supermercado en el que se la veía mostrando el contenido de su bolso. ¿Sigo ya?, pues le decía a usted que las cosas fueron por donde tenían que seguir. La Juanita me contó que se había venido para “la madre patria”, así con esas palabras lo dijo, porque quería prosperar. “Allá en mi tierra, el trabajo de camarera, aunque fuera en el sitio donde se servía el mejor café del mundo, no estaba bien pagao. Si no fuera porque algunos clientes eran amables conmigo y, a veces, me ayudaban económicamente pues no hubiera podido salir de algunos apuros. Bueno, también porque últimamente la garura andaba detrás de mí por unos cuantos quetzales que faltaban en la caja del café. El jefe decía que había sido cosa mía. ¡Mal rayo lo parta al cholludo ese!”. Eso fue lo que me dijo la Juanita. Yo no quise que me diera más detalles, aunque imaginé a qué se debía el que algunos clientes fueran tan generosos con ella. El caso era que se había gastado todos su ahorros en el pasaje de avión y ahora andaba buscando empleo y piso. “Me conformo con un apartamentito pequeñito, pero baratito. Tú me entiendes”. Hasta ahora, una amiga y paisana suya que vivía en un piso compartido con otras cinco personas, tres de ellas emigrantes sin papeles, le había dejado dormir en su cama porque ella estaba de viaje. Pero su amiga volvería dentro de dos días y tendría que abandonar el cuartito. Así que no tuve más que apenas insinuar que podría venirse a mi piso para que, dicho y hecho, metiera en dos bolsones de El Corte Inglés todas sus cosas y se viniera vivir conmigo. “El resto de mis pertenencias ya las traeré otro día. No creas, mi patojito, que estoy con una mano adelante y otra atrás”.

Al principio todo iba bien, como ya le dije antes señor comisario. La Juanita se instaló en mi piso y mi vida, poco a poco, empezó a cambiar. Hizo algunos “ajustes”, decía ella, en mi escaso mobiliario; me trastocó la configuración de los programas de la tele; se empeñó en que me lavara los dientes después de cada comida (hasta ahora se me olvidaba hacerlo alguna vez que otra, eso es cierto) y, qué quiere usted que le diga, otras cuantas cosillas más sin importancia que yo toleraba porque luego tenían su compensación en la cama.

Sin embargo había algo que me irritaba y era que no tuviera ni repajolera idea de cocinar. Vamos que para haber sido camarera como decía, qué menos que eso, hacer un café, digo yo. Pues nada, ni eso. Pero lo que más me jodía era que cuando le llevaba el café después de haberse metido entre pecho y espalda un buen plato de bacalao encebollao o unos buenos andrajos, siempre me dijera: “Este café no amarga lo suficiente. No es como el de mi tierra. El café bien cargado da vigor a los hombres. A ver si aprendes, tiene que ser bien amargo y tan negro como los pelos de mi coño”. Yo, por complacerla a ella cambié de marca de café, busqué los que venían de su tierra, doblé la dosis de carga no sé cuantas veces, incluso compré una cafetera nueva por si la vieja estuviera mal y fuera esa la causa de que siempre le supieran poco amargos mis cafés. Pero todo en vano. Mis cafés seguían pareciéndole poco amargos.

Por eso, aquella tarde al café suyo le añadí aquellos polvos que me dio un amigo mío, empleado en una joyería y que ellos usaban para hacer dorados químicos. Me aseguró que eran bien amargos. Cuando le serví la taza a la Juanita, me quedé expectante de pie y a su lado, esperando que la bebiera de un sorbo, como solía hacerlo. “Vaya hombre, por fin te sale un café bien amargo. Aunque le noto cierto sabor a almendra. ¿Qué le has echado?” Lástima que al poco empezara a quejarse de dolor en la barriga y a echar espumarajos por la boca. Pero, qué quiere usted que le diga señor comisario, se lo juro por mis muertos, yo solo quería que el café estuviera amargo, bien amargo. Como los de su tierra. Y nada más.

El comisario se levantó de su silla, se dio un par de rascabinazos en la entrepierna, apagó la grabadora y me dijo: “Martínez me tienes hasta los cojones. Hasta que no me cuentes todo no voy a parar”. Y me mandó de nuevo para nuestra suite. Y aquí me tienes otra vez, tío. Oye…, ahora que lo pienso, tú no serás un chivato ¿no? Porque vamos, hasta ahora solo has estado dejándome hablar. Tú no has dicho ni pio… Bueno, da igual. De todas maneras te voy a decir una cosa. La Juanita, cada vez que me decía: “Este café no amarga lo suficiente. No es como el de mi tierra. El café bien cargado da vigor a los hombres”, después añadía: “Y a ti no te vendría mal un café bien hecho, como Dios manda, para que te dé más energía. Ah, ¿dónde estará el vigor de aquellos hombres de mi país?... ¡Ay mi patojito, que tu mascota juguetona no se parece en nada a las que conocí en mi tierra!”. Como comprenderás, a mí ese comentario no me hacía gracia, la verdad. No iba a consentir que fuera por ahí contando a to dios mis flaquezas. Pero esto es una cosa íntima, un simple detallito que al comisario ni le va ni le viene, ¿no crees tú? Por eso no se lo he contado a él.

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