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Unas vacaciones indefinidas.

 

-¿Cuándo viene mamá?

-Pronto.

 

Miro el reloj de pared que nos regaló su hermana el día de nuestra boda. Nunca me gustó ese reloj. Es feísimo y se retrasa cinco minutos cada tres días. Tampoco me gusta su hermana. En todos estos años sólo nos hemos visto cuatro o cinco veces. Ahora anda por ahí, por el extranjero. No lo sé ni me interesa.

 

-¿Se quedará a cenar?

-Yo he preparado cena para los tres.

 

A Marina la conocí en la oficina de Correos. Hace siete años yo enviaba todas las semanas un sobre por correo certificado con mi último relato. Lo enviaba a la revista El Faro inhiesto. Por aquellas fechas me los publicaban todos, pero la revista dejó de publicarse hace tres años. Dicen que su editor se veía acosado por las deudas y despareció junto con la revista. También se echó en falta a su secretaria. No digo más.

 

Una mañana le propuse a Marina, que ya me sonreía al verme llegar a su mostrador, comer juntos en El Tragaldabas, el chiringuito que está junto al mercado de abastos. En ese almuerzo me confesó que se había dado cuenta de que yo siempre me demoraba un poco más de lo necesario en los trámites del envío y que no dejaba de mirarle el “canalillo”. Seis meses después ya estaba embarazada de Cristina. Al mes siguiente nos casábamos, cuando ya empezaba a ser evidente su embarazo. Sus padres, mejor dicho, su madre quería una boda en la iglesia y banquete multitudinario. Al final nos casamos en el Ayuntamiento. Ofició la ceremonia el concejal de urbanismo (había sido compañero mío durante el bachiller), con el padre de ella y mi madre como padrinos, la hermana de Marina y Andrea, la asistenta que iba dos días por semana a limpiar mi apartamento, como testigos y otros cuatro o cinco amigos nuestros que ya he olvidado.

 

Al principio todo marchaba estupendamente. Marina pasaba las mañanas y parte de la tarde en la oficina de Correos. Yo me quedaba en el piso, cuidando de Cristina y escribiendo sin parar. Por las tardes paseábamos por el parque; al anochecer nos tomábamos unas cañas en El Tragaldabas. Algún sábado que otro, dejábamos a Cristina con los abuelos para poder ir al cine. Otras veces quedábamos con los amigos, casi siempre con Rafa y Laura, y cenábamos en cualquier restaurante. En verano, cuando Marina tenía vacaciones, nos íbamos una semana a Torrevieja, a unos apartamentos cerca de la Playa de los Locos. Al atardecer nos acercábamos hasta  la Punta del Salaret y desde allí nos reíamos del mundo. Luego cenábamos en una pizzería cercana.

 

Además de los relatos para la revista, yo estaba escribiendo una gran novela cuyo protagonista era mi alter ego que narraba en primera persona su propia vida anodina, en contraposición con la sabrosa, divertida y brillante vida que llevaban Sergio, Rosa y Joaquín, amigos inseparables. He dicho antes que escribía una gran novela, más que nada por su extensión, aunque en el fondo yo soñaba con que llegara a ser una Gran Novela. Sabéis de que hablo, ¿verdad?

 

Cristina tiene ya cinco años. La revista El Faro inhiesto no existe, ya os lo he dicho al principio. Cerró cuando Cristina tenía dos años, más o menos. Tal vez el cierre de la editorial influyera en el cambio de nuestras relaciones, me refiero a Marina y a mí. No es que nos lleváramos mal. No. Eso, no. Simplemente fueron desde entonces distintas. Ya me entendéis, ¿no? Su padre había muerto unos meses antes. Marina y su padre estaban muy unidos. Mi caramelito, la llamaba su padre. La madre de Marina hacía tiempo que empezó a dar las primeras muestras de una demencia que progresaba lentamente, sí, pero sin parar también es cierto. A mí me tomaba por su difunto marido y no dejaba de pedirme que le echara por encima su chal, que estaba refrescando. Cuando lo hacía, antes de retirar mis manos de sus hombros, siempre me las acariciaba y me sonreía. Ahora está en una residencia de ancianos, ha sobrevivido a la COVID, ya no me conoce y contesta con monosílabos cuando lo hace.

 

Mi madre vive sola en su piso de la calle Cañaveral. Todavía se vale por sí misma. Dice que está muy a gusto disfrutando de esa soledad buscada. Con respecto a mi padre, me tuvo engañado hasta unos días antes de mi boda. Siempre me había dicho que murió por un infarto de miocardio, cuando yo era un niño. Solo recuerdo de él su olor a colonia Atkinsons y su chaqueta Tweed de espiguillas color marrón. Una tarde, rebuscando entre sus cajones las llaves que ella guardaba de mi apartamento (yo había perdido las mías en una de las “despedidas de soltero” que celebraba esos días), encontré un sobre amarillento ya por lo añejo, y dentro una nota manuscrita con una letra que identifiqué como la de mi padre. En ella decía: “No te culpes por mi muerte. Simplemente el peso de la existencia me es ya insoportable”. Volví a guardar la nota en su sobre y seguí fingiendo ante mi madre. ¿Qué queréis que hiciera?

 

-¿Qué has preparado de cena?

-He preparado tres sándwiches mixtos. Solo hay que meterlos en la sandwichera cuando llegue mamá.

 

Volví a mirar el ridículo reloj que nos regaló su hermana. Un día de estos tiro por la ventana el dichoso reloj. Parece que hoy se está retrasando en venir. Cristina ha perdido interés por las piezas de Lego con las que he querido sorprenderla hoy. La novedad le ha durado media tarde. Empieza a bostezar.

 

Hace cosa de un año, un domingo por la mañana, al despertarme, Marina tenía preparado un desayuno un tanto especial. Café bien humeante y de olor penetrante, tostadas con mantequilla y mermelada de ciruelas, magdalenas y zumo de naranja. Me acuerdo muy bien porque ella siempre ha estado convencida de que la mermelada de ciruelas es mi preferida. Nunca he conseguido sacarla de su error, ni creo que lo consiga en el futuro. Odio la mermelada de ciruelas y no me preguntéis por qué, porque no lo sé. Martina estaba ya sentada en su silla, de frente al televisor. Cristina dormía aún. Cuando terminamos el desayuno yo me dispuse a retirar los platos, pero Martina me pidió que siguiera sentado que teníamos que hablar.

 

Ese mismo día ella se quedó en su piso y yo hice una maleta con lo más perentorio para volverme a mi antiguo apartamento. Cuando nos casamos decidimos conservar los dos pisos, pero nos fuimos a vivir al suyo porque tenía tres dormitorios, amplia terraza y calefacción central. Mi apartamento, aunque estaba en pleno centro de la ciudad, era más antiguo, tenía un solo dormitorio, estaba en el último piso del edifico y el ascensor, ya demasiado antiguo, lo mismo que el edifico que acababan de declararlo BIC, se quedaba inservible con demasiada frecuencia.

 

Mis amigos, mis escasos amigos, me suelen preguntar si nos hemos divorciado. Pues no, no nos hemos divorciado, ni creo que lo hagamos. Aquella mañana simplemente llegamos a un acuerdo. Estaríamos una temporada, sin determinar, viviendo cada uno en solitario. Bueno, ella no. Porque a Cristina no la sacaríamos de su dormitorio, con sus paredes decoradas con pinturas del Rey León y la Princesa Frozen (quinientos euros, más gastos de material, nos costó que un grafitero de cierto prestigio nos los pintara en las paredes). Sería como tomar unas vacaciones en nuestra cotidianidad. Al final de ellas, podíamos volver a vivir juntos, si ambos estábamos de acuerdo.

 

Cuando suena el timbre se despierta Cristina. Se había dormido en mi sillón de orejas viendo lo que ponían en el canal Disney.

 

-Hola, mamá.

-Hola, cariño. Anda, ponte los zapatos que nos vamos.

-¿No vas a cenar? -pregunto yo-, he preparado unos sandw…

-No. Se me ha hecho muy tarde. Ya conoces a Juan Luis. Hemos tomado unas copas con el grupo de amigos y al final, se ha empeñado en invitarme a un mojito en el Séptimo Cielo. Ya sabes que cuando se le mete una cosa entre ceja y ceja, te puedes dar por vencida.

 

Mientras Cristina se calza, Marina coge mis últimas cuartillas, las que he escrito esta tarde. Las mira por encima y hace un gesto de reproche. Sin mirarme me dice que le parecen muy frías y que están sobrecargadas de realidad, que meta algo de ficción en mi novela, que las haga de lectura más llevadera. La verdad es que no sé qué coño ha querido decir con eso de “lectura más llevadera”. Cristina me da un beso, se lleva su caja con las piezas de Lego. Cuando cierran la puerta, me asomo al balcón. Al rato las veo que avanzan calle abajo. Cogidas de la mano. Cristina anda dando pequeños saltitos y la oigo reír. En unos segundos desaparecen de mi vista al doblar la esquina. Me quedo un rato mirando por dónde han desaparecido, aunque nunca han vuelto atrás. Cierro el balcón y me siento ante mi ordenador. Cojo las páginas que Marina ha dejado encima de la mesa y las rompo. Últimamente hago lo que hacía Penélope. Por la mañana escribo y por la noche lo elimino. Al fin y al cabo, lo que estoy escribiendo es mi vida. Si termino la novela, ¿qué será de mí?

Comentarios

  1. Me ha encantado,sencillo y directo . Me parece perfecta la idea de hacer y deshacer.Hacerse interminable,es un buen plan

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  2. Muy bueno, me parece muy realista, gracias

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  3. Mucha sencillez en ese encantador relato

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