Recuerdo que en mi infancia, cuando vivía en la calle Almendros Aguilar, yo pasaba mucho frío durante los inviernos. Vivíamos en una casa antigua. Éramos dos vecinos: Ezequiel y Pura con sus dos hijos en la planta baja, y nosotros en la planta primera. Había un patio compartido. Tenía un pilón del que brotaba un agua cristalina y muy fresca. En invierno, el balcón del dormitorio permanecía cerrado a cal y canto, pero en las noches de verano se dejaba abierto de par en par y yo oía pasar al sereno que venía desde calle abajo golpeado acompasadamente el asfalto con su chuzo. Ese golpeteo me daba cierta seguridad y me hacía dormir plácidamente.
En los meses de frío nos calentábamos con braseros de cisco
que te obligaban a estar sentado junto a la mesa camilla, cubiertas las piernas
con las faldas de la misma. Un año, quizá fuera el del cincuenta y ocho, o tal
vez el del cincuenta y siete, mi madre aventuró que ese invierno iba a ser
extremadamente frío. Todos, mi padre, mis hermanos y yo mismo, le preguntábamos
que como lo sabía. Mi madre sonreía y nos respondía: «Ya veréis, ya veréis».
Seis o siete años más tarde, cuando yo era un aplicado estudiante de bachillerato en el Instituto
Virgen del Carmen, alguien contó esta historieta (creo que fue Ordoñez, pero no
estoy seguro). Dice así:
«En pleno otoño, los
indígenas de una reserva muy lejana le preguntan a su nuevo jefe si el próximo
invierno será frío o templado. Ya que el jefe pertenece a una generación
moderna y jamás aprendió los viejos secretos de sus ancestros, mira al cielo y
no puede predecir qué va a suceder con el clima. Aun así, sin comprometerse
demasiado, les advierte que recojan leña.
Como es un hombre
práctico, un par de días después llama por teléfono al Servicio Meteorológico
Nacional.
—Es probable —le contestan.
El jefe vuelve con su
pueblo y les dice que se pongan a juntar más leña. Una semana después, llama de
nuevo por teléfono.
—¿Será un invierno muy frío? —vuelve a
preguntar.
—Sí, será un invierno
muy frío —le responden.
El jefe vuelve a
ordenar a su gente recolectar toda la leña que puedan. Dos semanas más tarde,
el jefe hace otra llamada telefónica:
—¿Están seguros de que el próximo invierno
será muy frío?
—Completamente —le contestan—. Va a ser uno
de los inviernos más fríos que se hayan conocido.
—¿Y cómo están tan seguros? —indaga el jefe.
—¡Porque los indígenas
están juntando leña como locos!»
Aquel invierno del cincuenta y ocho o del cincuenta y siete,
al final no resultó tan frío como mi madre pronosticaba. Un tanto azorada,
cuando le volvíamos a preguntar con
cierta sorna sobre su fallido pronóstico de que íbamos a sufrir un invierno
especialmente frío, respondía: «Es que yo fui a comprar cisco a tres o cuatro
carbonerías y me decían que se había agotado y que había lista de espera para
cuando trajeran más».
Al año siguiente, mis padres prefirieron prestar atención a
Mariano Medina que, después de todo, no era mucho más certero que mi madre.
muy bueno, Flipe!
ResponderEliminarMe ha encantado,tardes de brasero y serenos por la calle muy bonito y contado con la gracia de siempre.
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