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Casi un diario, como diría mi vecino el listillo. Jueves, 12 de mayo de 2022

 Hoy he ido a recoger a mi nieta Elena al colegio. Normalmente va en el autobús escolar hasta su casa, pero hoy no habría nadie esperándola allí. Sus padres han avisado a primera hora de la mañana de que iría yo a por ella. Me he tenido que identificar y firmar en un papel antes de que me la entregaran. Me parece bien estas medidas de seguridad, aunque a alguno le puedan parecer engorrosas.

Años atrás, cuando Elena iba a la guardería, no tenía que firmar ni avisar con antelación de que iría yo a recogerla. Claro que no, porque lo habitual es que fuéramos a por ella Maricarmen o yo, uno de los dos, y las cuidadoras ya nos conocían. Yo disfrutaba yendo a recogerla. Elena aún no había cumplido los cuatro añitos. Yo llegaba unos minutos antes de la hora y me quedaba mirando por el exterior de la ventana como jugaban, como reían, alguno lloraba, otro con los mocos a punto de metérsele en la boca (¡este mocoso es un diablillo!, decía mi abuelo refiriéndose a mi hermano José), dos peleándose por un peluche, otro allí al fondo, aislado, solo… En alguna ocasión mi nieta se daba cuenta de que yo estaba afuera, mirando, entonces se acercaba a la ventana trayendo de la mano a otro niño y yo le leía en los labios que le decía: «Es mi abuelo». Me hubiera gustado que ese instante durara toda la vida.

Cuando  por fin abrían la puerta, Elena me tendía su mano. Yo se la cogía. Era tan diminuta que parecía perderse entre la mía. Elena tiene casi cuatro años, ya lo he dicho antes. Su chándal rojo con la insignia de la escuela infantil, le queda algo grande. Es el heredado de su hermana Ana, que siempre fue más corpulenta. Al llegar al cruce  de la esquina siempre decía lo mismo:

–Abuelo, cógeme en brazos y me cuentas otra historia del Principito.

–Ya pesas mucho, Elena –le digo con pocas esperanzas de que siga andando–. Además ya casi hemos llegado.

No servía de nada; se me plantaba delante impidiéndome la marcha hasta que, al final, no tenía más remedio que tomarla en brazos. Me sonreía mientras su manecilla regordeta se perdía en el bolsillo de mi camisa, buscando el Chupa-Chups que solía llevar para ese momento.

–Abuelo, ¿el Principito vive en la Luna?

–No –contesto con la voz entrecortada por el esfuerzo de acarrear con doce kilos más de peso–. Su planeta es aún más pequeño.

Elena está convencida de que le vamos a hacer una capa roja al Principito y que, para que no se le vuele con el viento, le coseremos un botón verde que tiene guardado desde hace meses en su cajita de los tesoros. Se encargará ella de dejarle la capa una noche al pie de un baobab para que él se la lleve. Elena aún vive plenamente en ese mundo de fantasía donde todo es posible, donde la magia no es magia sino lo natural. Ella sigue planeando de qué forma le daremos al Principito la capa roja que le vamos a hacer. Le pedirá que nos lleve a su planeta y me dice que, ese día, yo tenga preparados dos Chupa-Chups en lugar de uno solo.

Yo abandoné una tarde de frío y nieve ese mundo fantástico en el que todavía habita Elena. Aunque de que nevara no estoy muy seguro. Tal vez ese detalle se lo he ido añadiendo yo con el paso de los años para hacer mi recuerdo más pomposo. Eso ocurrió hace mucho tiempo, como podéis imaginar. Aquella Navidad estaba en su recta final. Solo quedaba la cabalgata de Reyes y el mágico amanecer que le sigue. Estaba convencido de que ese año, por fin, me traerían la bicicleta que llevaba más de tres años pidiéndoles. Un mes antes, ya le había dado a mi padre la carta para que él se encargara de echarla en el buzón especial de correos.

«Como este año me he portado bien, bueno salvo que un día me peleé con mi hermano porque creí que me había quitado mi tirachinas, pues me gustaría que me trajerais todo esto:

—Una bicicleta Orbea de dos ruedas, como la que trajisteis hace dos años a Manu, el hijo del coronel.

—Una colección de soldado de plomo, como la que tiene Josemari, el hijo del profe. Pero esto me lo traéis solo si podéis, ¿vale? Preferir, prefiero la bicicleta.

P.D.: Prometo no volverme a pelear con mi hermano, pero por favor, dejadle a él una nota diciéndole que no vuelva a cogerme mi caja secreta. Seguro que a vosotros os hace caso.»

Quedaban solo dos días para comprobar si esta vez había enviado con tiempo suficiente mi carta al lejano Oriente. Los dos años anteriores había echado la carta demasiado tarde, eso me dijo mi madre, y a los Reyes no le había dado tiempo a preparar mi encargo. Esa tarde mi padre, después de haber tomado el café y fumado su Chesterfield sin filtro, me dijo:

­—Ponte el abrigo y vente conmigo.

—¿A dónde vamos?

—Vamos a la peluquería. No querrás que los Reyes nos vean con estos pelos tan largos, ¿no?

Sentí un escalofrío tan solo de imaginar que los Reyes se enfadaran conmigo por una tontería como esa del pelo y otro año más me quedara sin la bicicleta. Así que solté sin titubear el tebeo que estaba leyendo, me puse el abrigo alocadamente y le cogí la mano a mi padre que, al pie de la escalera, me sonreía complacidamente.


La peluquería de Toledano estaba en la Carrera. Esa tarde y a esas horas no había nadie esperando. Siempre me hacía ilusión sentarme en uno de sus sillones blancos, con respaldo de rejilla, con reposapiés y reposacabezas ajustables y sentir como Toledano (mi padre siempre llamó al peluquero por su apellido, nunca supe su nombre), o su aprendiz, accionaba el pedal que iba elevándome a trompicones hasta la altura adecuada. En la peluquería había otro sillón más pequeño, con una cabeza y cuello de caballo situado en su delantera, para sentarse a horcajadas sobre ella. Era el sillón de los más pequeñines, pero a mí ya no me sentaban en ese sillón, yo ya pertenecía a una categoría superior. Yo era ya un hombrecito, me decía Toledano. La peluquería olía a mezcla de Varón Dandy y jabón de afeitar. En el gran espejo se veía reflejada la pared de enfrente, donde había colgado un cartelón con fondo negro en el que se apreciaba el rostro de un hombre risueño, muy repeinado y perfectamente afeitado. En la cabecera del cartelón estaba escrito «Regenerador del cabello». En el ángulo inferior derecho, encerrado en una nube blanca, un bote que contenía un líquido ambarino y a su lado se podía leer: «Floïd, loción capilar» (recuerdo que a mí me hacía mucha gracia eso de los dos puntitos sobre la i de Floïd). Toledano y su aprendiz llevaban siempre puestas sus chaquetillas cruzadas, blancas y con dos hileras de botones negros en la pechera, el botón superior izquierdo desabrochado y la chaquetilla doblada formando una especie de solapa triangular. Toledano tenía dos peines en el bolsillo superior, uno de púas cortas y apretadas y otro de púas más largas y espaciadas que hacía girar hábilmente entre sus dedos antes de aplicarse al peinado de mi díscolo pelaje. En una mesita, al fondo de la sala, estaban los periódicos de los tres o cuatro últimos días, para hacer más llevadera la espera si se daba el caso. Aunque lo habitual era mantener una charla, casi tertuliana, entre clientes y peluquero, hasta el punto de que más de un cliente, una vez terminado su servicio, se quedaba después un buen rato hasta dar por finalizado el debate.

Aquella tarde, cuando salimos a la calle noté un repelús en el cogote; tardé unos minutos en habituarme a ese frío añadido. Y fue entonces cuando hice la pregunta fatídica.

—Papá, ¿tú crees que este año sí me traerán los Reyes la bici?

Mi padre tardó unos segundos en responderme. Esa leve tardanza ya empezó a inquietarme. Soltó mi mano que tenía cogida y apoyó la suya sobre mi hombro, como se hace con un amigo, con un camarada.

—¿Sabes una cosa? —me dijo poniendo un tono de complicidad en su voz—. Los Reyes hace muchos años que dejaron de encargarse de traer ellos mismos los regalos a los niños. Son ya muy ancianos y no tienen fuerza para repartirlos en una noche a todos los niños del mundo. Hace mucho tiempo que delegaron en los padres para esa tarea. Eso sí, ellos vigilan que ningún niño se quede sin regalo, aunque no sea exactamente el que piden en sus cartas.

—¿En serio? —dije con un punto de incredulidad, a pesar de que Miguelito llevaba tiempo diciendo en el cole que los Reyes eran pura patraña—, ¿entonces quién se bebe las tres copitas de anís que les dejamos en la mesa todos los años?

Mi padre esa tarde, mientras caminábamos como dos colegas, siguió desvelándome el gran secreto. Fue desmontando lenta, pero progresivamente todo mi mundo de fantasía. Por la noche, ya en la cama, creo que lloré y tardé en dormirme. Empecé a comprender por qué Manu había conseguido fácilmente su bici (sus Reyes recibieron más dinero que los míos) y su cuarto estaba atestado de juguetes a cual más bonito, mientras que en el mío solo había una caja de Juegos Reunidos Geyper (era la de treinta juegos, eso sí, que incluía una mini ruleta de la que me sentía muy orgulloso); los restos de piezas de un Exin Castillos (guardados en una caja de zapatos); un tirachinas (el que me cogió mi hermano); un fuerte con empalizadas de madera (le faltaba una que se rompió el año pasado) y con una banderita a rayas, rojas y blancas, y muchas estrellitas en un recuadro azul; un balón de cuero a medio desinflar y una caja de lápices de colores Alpino a medio gastar.

Solo más tarde, con el paso de los años, fui consciente de que ese día dejé de ser crisálida. Hoy no sé si, desde entonces, estoy viviendo la vida de Gregorio Samsa, ya metamorfoseado. Vete tú a saber.

Ah, se me olvidaba. Una de aquellas mañanas en que iba a recoger a Elena a la guardería, Fátima, la seño, me dijo que Elena se había pasado toda la mañana hablando con un amiguito imaginario al que llamaba «Principito» y le decía no sé qué de una capa roja. Yo le guiñé un ojo a Elenita y me dije que aún le quedaban dos o tres añitos de crisálida. Esa mañana nos alejamos planeando como encontrar un baobab por estas tierras.

—Abuelo, podemos plantarlo en la terraza, ¿no?

—Vale —le digo yo—. Creo que en casa tengo yo unas semillas de cuando fui explorador en África

Comentarios

  1. Gracias
    Precioso!
    Que no perdamos nunca la magia de la fantasía

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  2. Muy bonito.
    Hace ya demasiado tiempo que sabemos que los Reyes Magos son los padres. Lastima que los de verdad sean ciertos. Podríamos cambiarlos.

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  3. Felipe, me enternece la inocencia de los niños y tú la narras muy bién. Gracias por tu precioso relato

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