Bueno, ya conocéis a Lorenzo. También sé que todos tenéis
para contar alguna anécdota o sucedido, más o menos ocurrente, de él. ¡Es un
hombre tan peculiar!..., aunque sólo sea por su imagen, con ese parche negro tapándole
la cuenca vacía de su ojo derecho. Sin embargo, lo que hoy os voy a relatar
supera a todo lo narrado hasta ahora sobre él.
Lorenzo y Marta hace unos meses, huyendo del bullicioso
centro sevillano, se fueron a vivir al extrarradio. Habían llegado a la edad en
la que se busca más la tranquilidad y la calma que el ajetreo y alboroto propio de
los años mozos. Alquilaron un pisito en la primera planta de un edificio recién
construido. Dormitorio, saloncito, cocina y un escueto cuarto de aseo. Eso sí,
todas las habitaciones, salvo el cuarto de aseo, con ventanas a la calle y
orientadas al noreste, que es más fresco y en Sevilla eso se agradece. Hasta
pusieron un par de macetas con geranios en las ventanas.
–Marta, mira que paz y
sosiego tenemos aquí. Las noches son silenciosas y podemos dormir mejor –decía
Lorenzo desde la cama, con cierta fogosidad creciente, mientras esperaba verla
salir del cuarto de aseo.
Todo les iba de
maravilla. Las noches eran relajadas, sin los ruidos molestos que les
atormentaban cuando vivían en el centro de la ciudad. Por la mañana Lorenzo se
levantaba lo suficientemente repuesto como para afrontar un largo día de
trabajo en el matadero municipal y se despedía de Marta con un beso y un fuerte
apretón en las nalgas mientras le decía al oído: “¡Hummm, que buena que estás!”
Pero la felicidad dura menos que un bizcocho en la puerta
de un colegio. Justo en el local debajo de su dormitorio abrieron un bar y,
como Lorenzo y Marta no tenían el suficiente parné que les permitiera instalar aire acondicionado, se veían
obligados en los meses de verano, a dormir con las ventanas abiertas, a ver si
así les entraba algo de fresquito.
Las noches dejaron de ser lo que eran. El ruido de los
trasnochadores, las risotadas de los achispados, se colaban en el dormitorio
como fastidiosos mosquitos que hacían que, a la mañana siguiente, Marta se
quedara sin el apretón de nalgas y sin oír el particular adiós de Lorenzo. Ya
no sabían qué hacer. Lo habían intentado todo: ponerse tapones en los oídos; tomar
un generoso cubata antes de acostarse; bajar a negociar con el dueño del bar;
acostarse una hora antes; acostarse una hora después; dormir con la ventana
cerrada (fue el peor de los remedios intentados). Todo fue inútil.
–¡Estoy hasta los cojones!, ¿es que nunca vamos a
encontrar un sitio tranquilo en esta puta ciudad? –decía Lorenzo todas las
noches cuando se quitaba el parche del ojo y se disponía a dormir.
Así un día tras otro. Pero la noche del pasado jueves fue
el colmo. Serían las doce y media de la noche cuando dos individuos se
enzarzaron en una pelea en la misma puerta del bar. Uno de ellos acusaba al
otro de haberle quitado algo. Sus amenazas e insultos parecía que se las
estuvieran gritando al mismo oído a Lorenzo que tenía su único ojo, si cabe,
más abierto que la cuenca del ojo vacío.
– ¡Ya no aguanto más!
Sensiblemente cabreado
se asomó a la ventana y les gritó: “¡Iros a dar por culo a otro sitio,
cabrones! ¡Aquí hay gente que mañana tiene que madrugar!” Sin embargo los dos niñatos
energúmenos seguían como si no hubieran oído nada.
–Marta, yo bajo y los echo a patadas.
–Ten cuidado Lorenzo, no te metas en líos que siempre
sales perdiendo. Si no, acuérdate de cómo perdiste el ojo.
Lorenzo bajó dispuesto a acabar con la trifulca como
fuera. Se acercó a los dos tipos y, dándole en el hombro a uno de ellos, le
dijo: “¡Eh, ya está bien!, ¡que no dejáis dormir a nadie!”
–Tuerto, ¡vete a la mierda! –le increpó uno de ellos.
–¿Es que quieres que te hinchemos a hostias? –le amenazó
el otro.
–Eso se lo vais a contar a la poli –dijo Lorenzo mientras echaba mano al bolsillo y sacaba el
móvil para llamar al 091.
Fue visto y no visto. Con una rapidez insospechada uno de
los niñatos, el más delgado y con la cara picada de viruela, se abalanzó sobre
Lorenzo, le dio un fuerte empellón y antes de que tocara el suelo, ya le había
arrebatado el teléfono de la mano.
Como si estuvieran esperando el pistoletazo de salida,
los dos púgiles de pacotilla, pusieron pies en polvorosa y, antes de
desaparecer por la esquina, uno de ellos se volvió un instante con el móvil en
la mano y lanzó un corte de mangas a nuestro pobre amigo que le cayó peor que
un puñetazo en los hígados.
Cuando abrió la puerta del dormitorio, a Lorenzo se lo
llevaban los demonios.
–¿Qué querían esos gamberros? –preguntó Marta.
–¡Pues sería mi móvil, porque en cuanto me lo han quitado
los dos hijos de puta han salido corriendo tan contentos y tan amigos!
Marta no pudo contener la risa
ante la ocurrente respuesta y, aunque empezó tapándose la boca para disimular,
acabó en una sonora carcajada. Lorenzo abrió mucho el único ojo que tenía y,
muy a su pesar, terminó contagiándose de la risa de Marta mientras repetía una
y otra vez: “Era mi móvil lo que querían los muy cabrones. Querían mi móvil”.
Marta y Lorenzo siguieron riendo juntos.
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ResponderEliminarSimpático, me gusta como acaba, me temía lo peor. Al final, también he sonreído.
ResponderEliminarGracias Agustín. Mi intención era sacar una sonrisa al final para mostrar que ante cualquier adversidad, si te lo tomas con humor, las penas son menos.
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