Todos
íbamos gritando, asustados, de un lado a otro, sin control, desesperados.
Queríamos huir pero no sabíamos a donde. El campamento era un caos. Los niños
llorando, perdidos de sus padres. Las madres como locas buscándolos. Todos
recriminando a nuestro guía por habernos llevado a la muerte. Llevábamos más de
seis meses huyendo sin parar de los hombres del Faraón. ¡Y ahora, estábamos
irremisiblemente atrapados entre ellos y
el agua! Entre la espada y la mar.
Hoy contaré la verdad. La leyenda que todo
el mundo conoce exagera y desvirtúa la auténtica historia. La realidad fue muy
diferente. No es cierto que nuestro éxodo lo formaran más de seiscientas mil personas.
Apenas éramos mil. Llevábamos nuestras impedimentas en carros tirados por
nosotros mismos. Sólo disponíamos de veintitrés camellos que cargábamos con
pesados fardos que contenían nuestro bien más preciado, el agua. También los
pertrechos necesarios para montar las tiendas comunales y la del consejo de ancianos.
A duras penas conseguíamos mantener un reducido rebaño de cabras que nos
proporcionaba leche y, llegado el caso, carne fresca. Sólo a los niños menores
de tres años les estaba permitido subir en los carros, todos los demás
caminaban a la par que los mayores.
–¡Levantad
rápidamente el campamento! Hemos de emprender la marcha en cuanto el sol toque
la línea del horizonte –la voz de nuestro guía y jefe sonaba potente y
perentoria. Nadie se atrevía a discutir sus decisiones, ni siquiera su hermano–.
Sojar, escoge a tres de los mejores y sube a esa duna para ver a qué distancia
está el ejército de Ramsés.
Solíamos
iniciar la marcha al oscurecer para caminar durante toda la noche. Una columna
de fuego, que era la señal de Yavé, nos indicaba el camino que debíamos seguir.
El sol abrasador nos obligaba a actuar de esa manera. A veces, si nos veíamos
obligados a caminar durante el día, la columna de fuego se trocaba en columna
de nubes. Pero lo habitual era que al amanecer nos detuviéramos y que un grupo
de exploradores buscara pozos para abastecernos de agua. Encontrar un oasis era
encontrar el Paraíso. Nos resistíamos a abandonarlo.
Siempre
andábamos hostigados por la proximidad de los soldados. Íbamos con un ojo
mirando adelante y el otro hacia atrás. Al inicio del éxodo, el Faraón se
mostró propicio a nuestra marcha, quizá intimidado por las diez plagas con las
que nuestro Dios, gracias a las súplicas de Moshé, nuestro guía y mediador,
castigó al pueblo que nos sometía. Con la muerte de los primogénitos, incluido
el hijo del Faraón, se colmó el vaso y se consiguió lo que en principio parecía
imposible. Sin embargo, a los pocos días de iniciada la marcha, los consejeros
y sacerdotes de palacio comprendieron que ahora no tenían quien labrara sus
tierras, trabajara en las fábricas de ladrillos de adobe y muriera construyendo
sus monumentos funerarios.
–Tienes que
mandar al ejército en su persecución –dijo Seti, el sacerdote más respetado de
todos–. ¡Tráelos de vuelta para que nos sirvan!
En el
desierto vivimos toda clase de aventuras antes de llegar a Baalsefón. Estuvimos
perdidos durante más de diez días. Josué y su reducido grupo de hombres armados
tuvo que guerrear con tribus hostiles que nos negaban el paso por sus tierras. Soportamos
violentas tormentas de arena que estuvieron a punto de dejarnos enterrados, engullidos por las dunas. Fuimos víctimas de las picaduras de los escorpiones
y el hijo menor de Aminadab murió a consecuencia de una de ellas. Fue llorado
por todos nosotros. En esos días el hambre y la sed era lo cotidiano. Pasábamos
días enteros sin tener que llevarnos a la boca. Casi la mitad de los nuestros
murieron por falta de agua o de comida. Nos alimentábamos de los insectos y
pequeños reptiles que, raramente, podíamos capturar en nuestro peregrinar. Nuestro
guía no dejaba de implorar a Yavé para que nos socorriera y lo que obtuvo de Él
no fue el sabroso maná que cuenta la leyenda sino una segunda plaga de langosta
que, pese a todo, supimos aprovechar para calmar el hambre nuestra de cada día.
Un gran error que ha perdurado hasta hoy es
el que cuenta como Moshé hizo brotar agua de una roca. En realidad fui yo, Aarón,
quién había aprendido de los zahoríes como encontrar aguas subterráneas. Yo le
decía a Moshé: “Cava ahí, encontrarás agua”. Y el agua brotaba como en un
milagro.
Pero lo que
más nos inquietaba era la proximidad de las huestes faraónicas. A veces nos
llegaba desde la lejanía el aroma de sus asados y nuestras bocas se llenaban de
saliva imaginando el cordero o el becerro que, lentamente, se estaban dorando
al calor de la fogata. Eso es lo que llevó a la desmoralización de nuestra
gente. Cada vez eran más las voces que proponían volver y rendirse a la élite
Nubia de la milicia que nos perseguía.
–¡Seguid.
Yavé está con nosotros y no permitirá que prevalezca la voluntad del Faraón!–
nos exhortaba Moshé cubierto por su manto rojo y con su eterno báculo en la
mano izquierda, pues era zurdo.
Así
llegamos por fin a las orillas del mar Rojo y acampamos en Baalsefón. Pero a
los pocos días Sojar y sus hombres vinieron de sus puestos de vigía en
retaguardia trayendo la alarmante noticia de que las tropas faraónicas estaban
a menos de una jornada de nuestro campamento. Una vez más nos vimos sumidos en
la desesperación pues el mar nos impedía seguir adelante y no podríamos resistir
la fuerza de los soldados de Ramsés. Agolpados ante nuestro guía, desesperados,
esperábamos una respuesta. Habló Moshé y esto es lo que dijo:
–Yavé se me ha
manifestado. Él nos llevará de su mano y mostrará su poder antes las tropas que
nos persiguen –de la frente de Moshé parecían emanar dos destellos que lo
divinizaban a los ojos de sus gentes–. Seguidme y no temáis.
Moshé me
llamó a su lado y juntos nos dirigimos a un pequeño acantilado frente al mar.
Dándole las espaldas a la multitud, levantó ambos brazos con el cayado en la
mano izquierda y así yo quedé oculto a la mirada de nuestro pueblo, tapado por
el manto rojo que siempre vestía, ya que me había situado a un paso por delante
de él, al borde mismo del acantilado.
Entonces, sin que nadie más que yo pudiera
oírlo, me dijo: “Aarón, haz la invocación. Di tú las palabras secretas, sólo
por ti conocidas, que abren y cierran el camino entre las aguas”.
Y yo las dije pensando que la gloria sería
para mí y que mi nombre sería eternamente recordado como el salvador de mi
pueblo. Grandes nubarrones oscuros cubrieron súbitamente el cielo, un viento
proveniente del este fue creciendo, truenos ensordecedores se oían en la
distancia y el soplo divino, cada vez más fuerte, fue separando poco a poco las
aguas.
Pero nadie se fijó en mí. Moshé seguía allí
en lo más alto del acantilado, con su túnica desplegada como dos grandes alas
de arcángel, ocultándome. Fue su cabellera y barbas blancas, el manto rojo que
le cubría y el báculo alzado en su mano, la imagen que se quedó para siempre
grabada en la memoria de nuestro pueblo y en la de todas las generaciones
venideras.
Yo siempre había sospechado que Moisés era un farsante. Por eso Yavé no le permitió entrar en la Tierra Prometida.
ResponderEliminarSi era un farsante, lo aprendió de su madre que se inventó lo del niño flotando en las aguas del río para ocultar sus amoríos con el morenazo de la guardia palaciega
EliminarPobre Aarón,la historia está llena de injusticias, y la historia religiosa aún más.
ResponderEliminarNo me cabe duda de que esto que cuentas es verídico, o al menos así me lo ha parecido al leerlo, de tan bien narrado que está.
Me ha encantado.
Veo más verosímil esta episodio del Éxodo que la narración de la Biblia, por lógico y realista. No deja de ser una ucronía reinventada con una gran dosis de ficción. Si la intención del autor era llegar a decirnos que Aaron era a la vez vanidoso y envidioso con esta narración, lo ha conseguido. Me ha gustado mucho el relato porque mantiene el interés y la tensión hasta el final aunque éste me imaginaba algo más humano y vaya ¡¡¡ también se abrieron las aguas!!!.
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