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¿Somos lo que pensamos o somos lo que hacemos?


Hace una semana mandé por Whatsapp a 91 de mis contactos telefónicos una pregunta con el ánimo de que la meditaran (no más de lo que dura un episodio de "Salvame deluxe") y me dieran una escueta respuesta. De los 91 respondieron cincuenta y uno. Los otros cuarenta se acogieron a la opción "no sabe, no contesta". La pregunta era: "¿Somos lo que pensamos o lo que hacemos?". De los cincuenta y uno que respondieron, casi la mitad (24) dijeron que somos lo que hacemos; casi un tercio (18) respondieron que somos lo que pensamos; y el resto (8) dijo que somos ambas cosas, tanto lo que hacemos, como lo que pensamos. 

Unos días antes de lanzar la pregunta a mis amistades me la hice a mí mismo y me encontré con la sorpresa de que no era fácil responder a esa cuestión. Estuve meditando un rato y decidí repasar ciertas lecturas que en su día hice y que ya tenía casi olvidadas. Ahora expongo mi personal y nada significativa respuesta a la pregunta y un resumen de aquello que leí.

Cuando Moisés vio una zarza arder sin consumirse, se asombró y se preguntó si llevar casi cuarenta años vagando por el desierto le podía haber trastornado la mente. Recordó a su madre que siempre le decía: “Niño, cúbrete siempre la cabeza cuando vagues por el desierto. Que no te dé el sol en ella, que te deja atontao”. Se palpó la mollera y comprobó que la llevaba bien cubierta. Entonces pensó que lo de la zarza debía de ser cosa divina y única. Se armó de valor y le preguntó directamente cuál era su nombre. Cosa maravillosa fue que la zarza le respondiera con estas palabras –al menos según sostiene la tradición latina–,”Ego sum qui sum” (Éxodo 3:14), respuesta que, al parecer, no engendró en Moisés ninguna duda sobre la identidad de su interlocutor. Los mortales, sin embargo, llevamos toda la historia tratando de resolver la forma en la que identificarnos y demostrar nuestra identidad frente a terceros.

Quiero decir que nuestra ardua tarea tiene dos vertientes como queda reflejada en la última frase. Primero, como nos identificarnos nosotros mismos, es decir, como soy y me reconozco yo mismo. Segundo cómo les digo a los demás quién soy. Cómo me muestro a los demás. Podíamos añadir una tercera posibilidad que sería como nos ven, después de todo, los demás.

Por eso es difícil responder a la pregunta de: ¿Somos lo que hacemos o somos lo que pensamos?

El debate sobre la identidad es uno de los grandes debates quijotescos: “Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués  de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.” (El Quijote I, 5)

Y es que, desvaríos de todo tipo al margen, don Quijote siempre tuvo claro quién era y su “Yo soy quien soy” se repite en varios capítulos de la novela y es que pese a su, tal vez errónea percepción de la realidad, don Quijote nunca tuvo dudas sobre su identidad. Aunque por sus hechos los demás lo tomaran por algo muy distinto. Para Don Quijote, él era lo que pensaba de sí mismo. Para los demás, era lo que hacía.

El Dhammapada (Camino de la enseñanza) es quizá el texto cumbre del budismo. En sus dos  primeros versos dice: “Somos lo que pensamos, habiéndonos convertido en aquello que pensábamos. Como la rueda de un carro sigue al buey que tira de él, así nuestro pesar sigue a un pensamiento impuro. Somos lo que pensamos, habiéndonos convertido en aquello que pensábamos. Como la sombra acompaña al objeto que la proyecta, así nuestro bienestar sigue a un pensamiento puro.”

Más cercano a nuestro tiempo, el pensador James Allen, autor del clásico libro “Como un hombre piensa, así es su vida“, afirmaba que el carácter de un hombre es la suma total de sus pensamientos.

En el otro extremo, aquellos que defienden que somos lo que hacemos, tal vez estén pensando en el Evangelio según San Mateo, en el capítulo 7, donde se nos habla del Sermón de la Montaña. En su versículo 16 Jesús pronuncia estas palabras: “Por sus frutos los conoceréis.” Es decir, por sus obras sabréis quienes son. Y es que antes, en el versículo 15, dice:Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.” Como si dijera: “No os fiéis de lo que dicen que son, porque pueden estar engañándoos, mejor juzgarlos por lo que hacen. Pero yo digo que también mis actos pueden ser engañosos (por ejemplo, cuando finjo un orgasmo).

De todas maneras, en cierto sentido sí somos lo que hacemos. Pongamos el caso de las “rutinas”. Los hábitos tienen un poder extraordinario y hacen que el cerebro actúe en “modo automático” y excluya todo lo demás, incluido el sentido común. Las costumbres nos definen sin que intervenga nuestra intención de expresar nuestra forma de ser. Pero claro está que la primera vez que yo leí el periódico en váter no era “por costumbre”, sino que lo hice después de pensarlo y de tomar una decisión. Ahora, al cabo de muchos años de hacerlo una y otra vez, ya sí es una costumbre, un hábito y yo soy “el que lee el periódico en el váter.”

Muchos opinan que “el acto” es el cincel que modela con exactitud nuestros perfiles, como vértices indiscretos o aristas tangenciales de la verdad. Los pensamientos son, sin embargo, frutos inmaduros y encarcelados de la contingencia y emergen bajo el mandato de las circunstancias provisionales (Ortega y Gasset dijo: “Yo soy yo y mis circunstancias”, donde la palabra “circunstancias” da significado al entorno, es decir a vivir inmersos en el espacio y ambiente que nos corresponde).

Por mucho que pensemos, la realidad sólo podemos modificarla con los actos, y son ellos los responsables en el tiempo de cuantos cambios se han producido a lo largo de la historia humana. Es por eso que las “buenas intenciones” suelen ser el mentidero de la pasividad siempre sumisa o su autoengaño, que vienen a resultar equidistantes.

Sin embargo, siempre hay una posición intermedia y es la que adoptó, por ejemplo, Aldous Huxley, quizá más conocido por ser el autor de la distopía “Un mundo feliz”, y menos conocido por el ensayo “El fin y los medios: Sobre los ideales y los métodos empleados para su realización”. Para él lo que pensamos determina lo que somos y lo que hacemos, y, recíprocamente, lo que hacemos y lo que somos determina lo que pensamos. 

Y yo creo que esta es la respuesta adecuada a la pregunta inicial de si somos lo que pensamos o lo que hacemos. Nuestros pensamientos influyen en nuestros comportamientos y nuestras emociones. Y a su vez, lo que hacemos, de alguna manera nos va condicionando nuestro pensamiento (volvemos a “las circunstancias” de Ortega y Gasset). Hoy en día es indiscutible la relación estrecha y dependiente que existe entre nuestra psique, emociones, conductas y la salud física. Se influyen y afectan de forma bidireccional. 

Opino que lo que hacemos es la forma que tenemos de mostrarnos ante los demás y que, por lo tanto, nuestros hechos son la única manera de hacernos juzgar por los otros y, en consecuencia, que nos traten según “como ellos creen que somos”.

Sin embargo, pongamos el caso de una persona hipócrita. Alguien que finge amabilidad y aquiescencia ante su jefe, al que considera en realidad un energúmeno y un déspota. El jefe dirá: “Hay que ver Martínez lo mucho que me aprecia. Es un tío como debe de ser.” Pero el propio Martínez sabe que él no es ese que su jefe piensa que es. Él es en verdad el Martínez que odia y desprecia a su jefe, aunque esté proyectando la imagen de un hombre complaciente y próximo a su jefe. 

Por otra parte lo que hacemos y lo que vemos que hacen los demás y también lo que los demás esperan que nosotros hagamos, condiciona nuestro pensamiento y nuestra forma de ser. Muy probablemente mi vecino del cuarto, no sería el tajante feminista que es si hubiera nacido en el pasado siglo XV. La idea de feminismo no existía en aquella época y por lo tanto no hubiera podido condicionar sus acciones. Nadie se comportaba como feminista, por lo tanto era difícil pensar como feminista. 

Así que concluyo que es el pensamiento quien a la postre determina nuestra forma de ser, pero que a su vez, nuestras acciones y el entorno (las circunstancias de Ortega Gasset) condicionan nuestro pensamiento


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