Elegí ese café porque los veladores de la terraza eran «a la
antigua», con superficie redonda de mármol blanco y pie de hierro pintado de
negro. La mañana era aún fresca. Domingo y sin tráfico. Silencio, dentro de lo
que cabe. Enfrente, los álamos del parque. Algún gorrión en el suelo,
picoteando migajitas de pan caídas. El mármol del velador era la página en
blanco de la despreocupación. Pedí un
café cortado. Saqué del bolso los Articuentos,
de Millás, prometiéndome una sosegada lectura.
Sin saber de dónde ni como (tan enfrascado estaba en la
lectura), salido de la nada, apareció un hombre sentado ante mí y mirando la
mesa. Era calvo, regordete, de cara sonrosada. Llevaba chaqueta arrugada de
lino, de un color amarillo grisáceo. El rostro y la frente empapados de sudor
repulsivo.
–Oiga, hay muchas mesas libres, puede sentarse en cualquiera
de ellas, ¿por qué se ha sentado en la mía?
–Me gusta esta mesa –me dijo mientras se secaba el sudor de
la cara con un mugriento pañuelo.
–Bueno, me parece muy bien. Pero ahora estoy yo en ella y
quiero seguir solo.
–Ya, pero le repito que esta es la mesa que me gusta a mí.
–Y yo le repito a usted que hay muchas mesas libres y todas
iguales… ¡Esto es absurdo! Voy a llamar al camarero.
Entonces él se levantó, cogió mi café y lo colocó en la mesa
de al lado. Me miró sonriendo y mostrando, impúdicamente, un sarro amarillento
entre los dientes. Agarró firmemente con sus dos manos el tablero marmóreo de
la mesa, la levantó sobre su cabeza y se la llevó calle abajo. Lo vi desparecer
al doblar la esquina veinte metros más abajo.
Me senté en la mesa de al lado, donde el extraño sujeto
había dejado mi café, y seguí leyendo los Articuentos
de Millás como si no hubiera pasado nada. Cosas más raras cuenta Juanjo en su
libro.
Y tan raro pero...puede pasar.Salir de casa es en realidad una aventura.Me ha gustado
ResponderEliminarNo se podía esperar nada distinto de Millás
ResponderEliminar