Aquella sería la última vez que entraba en esa casa, pero él todavía no lo sabía. Creía que ella estaría esperándolo, como tantas otras veces. Luz tenue. Los violines de Mantovani invitando a la intimidad. Dos daiquiris recién combinados, uno de ellos –el suyo–, con menos limón.
Abrió con la llave que ella le dio la tercera o cuarta vez
que se veían en su casa. «Toma, para que la vecina no oiga el timbre cuando
vengas», le dijo. Al principio le sorprendió no oír la música, pero no le dio
importancia. Luego le pareció que la penumbra era más espesa de lo habitual. «Hola,
¿estás ahí?», dijo apenas alzando la voz. Al momento se encendió la lámpara que
había detrás del sillón. Un fogonazo cegador. Se aviseró con la mano los ojos y
creyó ver la figura de un hombre en el lugar donde debería estar ella, esperándolo
sentada y con las piernas entreabiertas, lujuriosas, insinuantes.
«Mi marido estará tres días en Marsella, ven esta noche», le
había dicho por la mañana al pasar, como casualmente, por su mesa de la oficina.
Ahora estaba confuso. Si no hubiera abierto con la llave… Si hubiera llamado al
timbre podría haber inventado una excusa, que se había equivocado de puerta,
por ejemplo. Pero ahora no supo reaccionar. Tampoco se percató de la pistola
que aquel hombre tenía en la mano, apuntándole.
Aquella sería la última vez que entraba a esa casa porque ya
nunca más saldría de ella. Pero de eso tampoco fue consciente.
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