“Escribir es ponerse a ello”. Eso me dijo ayer Ginés, un periodista del diario local que está escribiendo una novela, con el que comparto un taller de cerámica (tres semanas de duración y ciento cuarenta y cinco euros de matrícula, por los gastos de material, dicen).
—A mí
siempre me decía mi profe de lengua que
mis redacciones eran muy pobres y que no me suspendía porque estaba enchufao— le dije al periodista con
ínfulas de escritor.
—Que no te
dé reparo. Tú ponte ante tu ordenador, abre el Word, pulsa sobre “nuevo
documento” y cuando aparezca la página en blanco, escribe en ella lo primero
que se te ocurra, una frase, una idea, lo que sea. El caso es no quedarse
parado. Luego solo tienes que seguir tirando del hilo y al final, casi sin
darte cuenta, has llenado cuatro páginas.
—Me parece
algo surrealista, pero no sé… tal vez lleves razón.
—No lo dudes —me respondió él—. Pásame el engobe rojo, haz
el favor. Quiero darle una apariencia de terra
sigilatta a este magnífico cuenco que me ha salido.
Ginés tiene las manos regordetas, como todo él. Desde el
primer día del taller, la profe nos
situó uno al lado de otro para compartir herramientas. Lo primero que hace
cuando llega es sacarse del dedo meñique de la mano izquierda un grueso anillo
dorado con una llamativa piedra azul. Me dijo, sin que yo le preguntara, que lo
había heredado de su padre y que se lo ponía en el meñique porque en el anular
no le cabía. “Es que mi padre tenía los dedos muy finos, ja,ja,ja”. Era su
manera de disimular que sus dedos parecían salchichas recién hechas. “Me lo
quito porque no quiero que se me estropee amasando la arcilla. Significa mucho
para mí”.
El tercer día de clase, Ginés llegó con unos minutos de retraso. Yo había terminado de
modelar un cuenco que pretendía hacerlo pasar por una reproducción de una
vasija de la antigua cultura argárica; la
profe lo miró un par de veces
y me dijo: “Vale, puede pasar”. No le noté demasiada convicción en su tono de
voz. No obstante se llevó mi cuenco para cocerlo en el horno. Cuando Ginés se
sentó a mi lado, me llegó un tufillo de colonia barata mezclada con sudor. “Vengo corriendo porque el director del
periódico me ha entretenido alabándome el artículo que le había entregado.
Mañana lo podrás leer en la cuarta página. Me ha dicho que si sigo así pronto
mis artículos aparecerán en primera página”. Me contó también que había mandado
su segunda novela a una editorial independiente, para autores noveles, porque
las grandes editoriales reciben muchos textos y no le prestan atención nada más
que a los autores consagrados. Le pregunté por la primera novela y me dijo que
también estaba pendiente de publicación, pero que seguramente saldría al
público en el próximo verano.
He leído tres o cuatro artículos de Ginés y, la verdad, no
les veo demasiado gancho. Vale, vale, por donde pasan mojan, pero no son de
primera, ni mucho menos. Ginés tendrá unos cincuenta y tantos años. Es soltero,
aunque él presume de haber tenido muchas novias, pero al final, como “ninguna
está a su altura”, según él, y a pesar de que sabía que al dejarlas les partiría
el corazón, no tenía más remedio que romper con ellas. Una tarde me enseñó una
foto de la última amiga que había tenido. Yo le dije que se parecía mucho a Marta
Etura. Él me respondió, componiendo en su cara un gesto como de no darle
importancia al asunto, que sí, que todo el mundo le encontraba parecido con la actriz.
Luego, una vez en mi casa, recordé que en internet o en alguna revista, ahora
no estoy seguro, yo había visto una vez una foto de Marta en la misma postura y
con el mismo vestido que llevaba la amiga de Ginés en la foto que me enseñó. No
sé qué pensar.
Al taller nos inscribimos once alumnos, cuatro hombres y
siete mujeres, que con Ana, la profe,
componemos una docena heterogénea en cuanto a edades se refiere. La más joven
es precisamente la que nos instruye en el manejo del barro. Estará en mitad de
la treintena. El mayor de todos creo que soy yo, que llevo ya seis años
jubilado. Siempre he dicho que jubilación no es sinónimo de inacción. Todo lo
contrario. Es el momento de hacer lo que, por razones del trabajo, no habías
tenido tiempo antes. Tanto es así que para cuando termine este taller de
cerámica, ya me he apuntado a un curso de cocina que empieza el mes que viene.
A ver si consigo cocinar una buena paella.
Ginés le cae bien a todo el grupo. Es muy ocurrente y
siempre está contando historietas en voz lo suficientemente alta como para que
le oigamos todos. Sus chistes hacen reír a todo el mundo, incluso a mí. También
es muy detalloso con los demás. La tarde del viernes, Inés estaba demasiado
callada, un tanto abatida nos pareció a todos. Ginés le preguntó si le había
pasado algo malo. Inés nos contó que esa mañana un coche atropelló a su gatito
Micifuf. Bueno, pues al lunes siguiente Ginés apareció con una gran caja atada
con una cinta que iba rematada con un vistoso lazo rojo. “Me he pasado todo el
fin de semana buscando esto para ti”, le dijo a Inés al entregarle la caja. Por los arañazos que
se oían en el interior todos sabíamos, antes de que Inés la abriera, lo que
contenía la caja. “Está recién destetada. Es una gatita que aún no tiene
nombre. Pónselo tú”. Supongo que ahora os hacéis una buena idea de por qué
Ginés cae bien a todos y es fácil “perdonarle” sus delirios de grandeza.
En las novelas, a veces te encuentras personajes totalmente
buenos o totalmente malvados; las escriben autores mediocres. En la vida real
las personas no respondemos a esos patrones. Todos tenemos nuestros matices,
nuestro lado luminoso y nuestro lado oscuro en mayor o menor medida. Ginés no
podía ser menos. Una tarde al salir del taller de cerámica quiso invitarme a
una cerveza. Al principio puse una excusa, no recuerdo cual, pero ante su
insistencia no tuve más remedio que aceptar. “Una caña nada más, ¿vale?, que el médico me ha
prohibido el alcohol y las sin alcohol están muy malas”, le dije. Fuimos al bar
de Lorenzo, el que está haciendo esquina con el bazar de los chinos. Empezamos
hablando del dichoso tranvía fantasma y de la incompetencia de los políticos
locales. Ginés me dijo que estaba preparando un extenso y bien documentado
artículo al respecto, que tenía información privilegiada y que no pensaba
callarse.
Acabada la primera caña, pedimos una segunda. Ginés siguió
diciéndome que, para obtener esa información “especial”, tuvo que gastar dinero
de su bolsillo, que el periódico no quería saber nada de gastos extras que
rayaban con el soborno. Con la tercera caña me dijo que se había quedado sin cash y que tenía que hacer frente a un
urgente pago. Me dijo que si yo podía adelantarle mil euros, solo por unos
días, hasta que el periódico le pagara el artículo que estaba preparando y que
levantaría ampollas. Le dije que, como era natural, no llevaba tal cantidad en
el bolsillo. “¿Cuánto tienes?”, me preguntó. Abrí mi billetera y saque ciento
ochenta y cinco euros. Los cogió sin dudar y me dijo que le bastarían para contentar
a sus acreedores por esa noche, pero que si no me importaba, que al día
siguiente le llevara a la clase el resto. Y seguidamente se puso a hablar de lo
buena que estaba Inés y que pensaba invitarla a una excursión a Fuengirola el
próximo fin de semana. Eso último me hizo dudar del uso que le daría al dinero
que me había pedido. Espero que Inés rechace su invitación. Menudo liante está
hecho este tipo. Eso sí, tuvo el detalle de decir “deja, invito yo” y pagar las
consumiciones con el dinero que yo le acaba de dar. Al día siguiente le llevé
otros trescientos euros y le dije que después del fin de semana le daría algo
más. Me respondió que no me preocupara, que bastante había hecho y que ya se
las apañaría él. Me prometió devolverme los cuatrocientos ochenta y cinco euros
a final de mes. Las clases del taller terminan dentro de cuatro días y para
final de mes aun quedan dos semanas. Espero que no se olvide de llamarme para
saldar su deuda conmigo.
Ayer fue el último
día del taller. Ana llevó una botella de mistela y unos roscos, hechos por ella
misma según nos dijo, para la despedida. Mientras bebíamos los chupitos y
probábamos los rosquitos, yo le pregunté a Ginés si había terminado ya de
escribir su artículo, ese que iba a levantar ampollas entre ciertos políticos
locales. Llevándose la mano derecha a la boca hizo el gesto de cerrarla con
cremallera y me susurró al oído que no quería que los demás se enteraran, que
eso me lo había contado a mí en confidencia, que el artículo iba a ser un
bombazo y que sería más extenso de lo habitual y que todo eso se llevaba su
tiempo. Entonces yo le dije, con cierta sorna que él no supo ver o dejó pasar
por alto, que lo comprendía, que eso de ponerse a escribir era complicado y que
no todo el mundo estaba capacitado para hacerlo. Fue en ese momento cuando me
soltó aquello de que “escribir es ponerse a ello”.
Y aquí estoy hoy, intentando seguir los consejos de Ginés.
He abierto un documento nuevo en Word y voy a escribir la primera cosa que se
me ha ocurrido. Es una frase de Calderón de la Barca que mi padre me dijo en
más de una ocasión con intención moralizante.
Dice así: “Fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos”.
… Llevo cinco minutos pensando cómo seguir y no se me ocurre
nada.
… Creo que lo voy a dejar.
Has seguido muy bien los consejos de tu compañero.Te ha salido un relato muy entretenido
ResponderEliminarUn gran artículo para los muchos cara dura del mundo
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