En las últimas semanas hemos discutido más veces de lo habitual. Por fruslerías, como diría mi tía Mercedes. Yo lo achaco a la influencia del viento terral que sopla sin cesar desde hace unos días; además, ayer tuvimos luna llena y eso, lo quieras o no, parece influir en los ánimos de ciertas personas «especialmente sensibles», como lo somos nosotros.
Sin embargo, ella opina que el haberme quedado sin trabajo está influyendo en nuestro talante. También opina que no hago lo suficiente por buscar nuevo empleo. ¡Vamos como si los empleos cayeran de los árboles! El colmo ha sido lo de esta tarde. Es que acabo de perder, jugando al póker con los amiguetes, los quinientos veinte euros que ella tenía ahorrados y que, justo esta mañana, me había dado para pagar los seis últimos recibos de la luz, ante la amenaza por parte de Endesa de cortarnos el suministro eléctrico.
—¡Me tienes hasta el moño! Dime tú, so desgraciao, de dónde coño vamos a sacar ahora otros quinientos veinte euros –Pilar tiene ante sí el plato de pipirrana sin empezar. El tenedor lo había tirado al suelo unos momentos antes en uno de sus arrebatos– ¡Si es que no tienes perdón de Dios, so inútil!
—Mujer, que ya te lo he explicao antes –me levanto de la silla, tropiezo con la pata de la mesa y a punto estoy de caer sobre ella–. Que estaba de racha, y ya tenía ganaos más de mil euros y cuando ya estaba pensando en retirarme, el Eufrasio me dijo: «Venga, un par de manos más. Tienes que darnos una última oportunidad a los perdedores, tío». Y fueron un par de manos, sí, pero a la contra. Se lo llevó todo el mamonazo del Eufrasio, que para mí que hace fullerías o tiene un compinche entre los mirones, que no puede ser que gane dos de cada tres noches. Te prometo que…
—¡Calla, calla, desgraciao! Tú y tus promesas me las paso yo por… ¡Que me tienes harta, muy harta! Que es que no vales pa ná.
Pilar, sujetándose la cabeza con las manos crispadas, repite sin cesar: «Así no podemos seguir, así no podemos seguir». Una vez más, pienso que mejor no discutir porque si no se pone echa una fiera. Todas nuestras discusiones terminan de igual manera. Ella grita y grita y acaba imponiéndose. Yo no sirvo para eso, para discutir; siempre me callo, me retiro y la dejo ahí, rezongando sola.
Por el balcón que da a la calle del puerto entra ya el leve frescor de la brisa nocturna. Se oyen romper las olas sobre el malecón. Me asomo a fumar un cigarrillo. Así doy tiempo a Pilar para que se calme. Además ella no permite que se fume en el interior del piso, ¡menuda es! El caso es que no he terminado de cenar, y lo lamento porque estoy seguro de que retirará mi plato y, lo que en él queda de pipirrana, irá a la basura. ¡Y eso que la cabrona sabe que me gusta con locura!
A mi izquierda, en el final de la calle, ya están encendidas las farolas del puerto. Es esa hora mágica en la que la luz artificial y lo que aún queda de luz natural, se encuentran equilibradas. Todavía no han aparecido rincones y esquinas en penumbra dónde uno pueda esconderse para robar, bien un primer beso a esa muchacha remolona, bien, a punta de navaja, la cartera a una víctima incauta.
Me entretengo mirando el suave balanceo de los pequeños barcos pesqueros, sujetos ya en sus amarraderos, y escuchando el graznido de las gaviotas que pelean por ocupar el mejor sitio para pasar la noche.
Estoy a punto de apagar el cigarrillo cuándo por mi derecha, al otro extremo de la calle, oigo las voces de una pareja que baja en dirección al puerto. Desde mi posición no entiendo bien lo que dicen, pero por el tono y los gestos, parece que vienen discutiendo acaloradamente. Son jóvenes de pinta un tanto hortera. Me quedo observando. Ella lleva un vestido rojo, ajustado, sin mangas y la falda a medio muslo. Zapatos negros de tacón alto que le hacen andar un poco insegura. Claramente no está habituada a su uso. Me parece que masca chicle o, tal vez, vaya mascullando algo que no se atreve a decir en voz alta. Camina uno o dos pasos por delante de él, que vocifera y bracea con la mano derecha en alto, adelantando cabeza y pecho en gesto amenazador. Como si quisiera morderla. El es bastante más alto que ella, viste un pantalón corto, tipo vaquero, con los bordes deshilachados. Se ha quitado la camisa que lleva arrugada en la mano izquierda. El torso, al descubierto, se muestra musculado. Hombro y brazo derechos tatuados. Supongo que trabaja en uno de esos barcos pesqueros que hay amarrados más abajo, en el puerto. Con furia tira el cigarrillo que llevaba en la mano derecha y, al estrellarse contra el asfalto, saltan algunas chispas. Por un momento, cierro los ojos y pienso que son las mismas chispas que hace un momento me lanzaba Pilar al culparme del eminente corte de electricidad.
En la calle sigue la pareja de horteras. Se paran de vez en cuando, brevemente. Entonces ella se vuelve e intenta hablar. Me imagino que pretende hacerle razonar, quizá quiera aplacarlo, quizá disculparse. Él alza y agita las dos manos con los dedos extendidos. Mueve la cabeza con un gesto evidente de negación. Le grita, más amenazador que antes. Ella da media vuelta y reemprende la marcha. Empieza a manipular un móvil. Él se lo impide cogiéndola con fuerza del brazo y haciendo que se gire hasta quedar enfrentados, cara a cara. A ella se le tuerce uno de los tacones y da un traspié. Parece que va a caer. Sacude violentamente el brazo por el que él la tiene sujeta hasta conseguir soltarse. Se agacha y, nuevamente, está a punto de caer (¿vendrán ya achispados?). Coge el zapato y, sin calzárselo, cojeando casi cómicamente, reemprende la marcha.
Al llegar a la esquina donde está el kiosco de prensa y chucherías, la pareja se para nuevamente. Da la impresión de que él le dice, más bien le ordena, que se quede ahí y que lo espere. Ella le obedece. El joven descamisado, con andares enérgicos y decididos, dobla la esquina y desaparece de mi vista.
La chica vestida de rojo se apoya en la farola que hay junto al kiosco. Las sombras se mantienen a cierta distancia de ella, como si estuviera protegida por el círculo mágico que marca la luz de la farola. Con esa pose me recuerda la canción, creo que era la Piquer quién la cantaba, en la que se alude a una mujer que espera apoyá en el quicio de la mancebía. Permanece así, quieta, unos segundos. Después, se calza el zapato que llevaba en la mano y comprueba que el tacón está roto y no la sostiene. Con un movimiento brusco, con rabia, como quién da una patada, se desprende de los dos zapatos que caen un poco alejados de ella. Se queda descalza y cabizbaja. La melena suelta, de pelo rizado, le tapa la cara. Me imagino… No, no imagino, siento que está llorando. Ahora ha dejado de recordarme a la mujer de la canción. Estoy convencido de que no es la primera vez que ambos, ella y el descamisado, interpretan esta escena.
La joven descalza, agita la cabeza para apartarse el pelo de la mejilla. Vuelve a coger el móvil y marca un número. Después de unos segundos veo que está hablando con alguien. ¿Quién será? Puede ser su madre, aunque no, no tiene pinta de tener una madre comprensiva en quien apoyarse. Puede ser su amiga más cercana. Sí, tal vez sea eso. Una amiga que, quizá, también sepa de qué va la película. Pero, ¿y si es a su antigua pareja a quién llama? Sí, también podría ser eso. Seguramente el enfurecido descamisado es terriblemente celoso y discuten por culpa de ese antiguo amor, ese que ella no ha olvidado del todo. Con la mano libre parece secarse una lágrima que le cae por la cara. Veo que asiente con la cabeza, al principio débilmente, poco a poco con más decisión. Se yergue y me parece verla sonreír. De pronto soy consciente de que yo también sonrío.
La muchacha risueña apaga bruscamente el móvil y trata de disimularlo escondiéndolo tras sus espaldas. Mantiene la sonrisa; sin embargo ahora se me antoja más un rictus forzado. Unos segundos después reaparece el energúmeno. Se ha puesto la camisa, aunque la lleva desabotonada. Camina de forma más relajada, menos agresiva. Un cigarrillo encendido en la mano derecha. En la izquierda una lata de cerveza abierta. Se acerca a ella, la besa y, con un arrumaco interrogador, se agacha para coger sus zapatos. La enlaza por la cintura y se vuelven por donde han venido. Como si nada hubiera pasado. Pasan nuevamente delante de mi balcón y, justo en ese momento, él levanta la cabeza, me mira y me guiña un ojo. Al cabo de unos segundos, ambos, han desaparecido de mi vista.
Creo que Pilar se ha callado, al menos, no la oigo. Entro al interior y compruebo que, efectivamente, mi plato de pipirrana ha desaparecido. Me dejo caer en el sofá, frente al televisor, a ver el Madrid-Barça que empieza en unos minutos.
—¡Qué!, a ver el partido tan a gustito, ¿verdad? –me dice Pilar con cierto soniquete y con los brazos en jarra–. Supongo que antes de nada me dirás como piensas pagar los seis recibos de luz que debemos, porque si no, no sé cómo vas a ver el siguiente partido.
De repente lo veo claro. Él joven tatuado me había mirado y guiñado un ojo. Ahora sé que le que quería decirme era: «Échale cojones al asunto. Haz como yo, so maricón». Entonces, muy decidido, me levanto del sofá, me quito la camisa, saco pecho y enciendo un cigarrillo ante la atónita mirada de Pilar.
—Pues te voy a decir un par de cosas, para que te enteres –elevo la mano derecha con el dedo índice extendido mientras exhalo una bocanada de humo–. En primer lugar…
—En primer lugar –me interrumpe Pilar– me apagas ese puto cigarrillo. En segundo lugar te pones la camisa, que no tengo ganas de ver ese barrigón cervecero. Y en tercer lugar, a mi no me diriges la palabra hasta que no me pongas por delante los seis recibos de luz pagados. ¡Y no hay más cera que la que arde!, ¿está claro?
Doy media vuelta y me salgo de nuevo al balcón. Después de todo, el Madrid-Barça, no me interesa tanto… Y, además, no he apagado el cigarrillo, ¡qué se fastidie!, ¡que aprenda que aquí, soy yo el que manda!
Qué infeliz. Los que dicen "Aquí mando yo" siempre es porque no mandan ná.
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