A pesar de ser domingo, he madrugado. He salido a mi terraza
a cuidar de mis plantas, de mis flores. Estallido de colores, rosas, amarillos,
naranjas, rojos, púrpuras, blancos… Son mis rosales, con su aroma tímido,
escondido debajo del penetrante y dulce perfume de las clavellinas, este año de
un solo color. Luce el sol ya cálido a estas tempranas horas. Pero sopla un
fuerte viento que estropea mis preciosas rosas. «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes
de dónde viene, ni a dónde va». Eso dice San Juan en su Evangelio. Este viento mío siempre azota del
oeste, a veces es cierzo, otras, céfiro. ¿Serán las mías esas rosas de los
vientos que ilustran tanta cartografía? ¿Qué rumbo me están indicando? Lluvia
de pétalos, prematuramente desprendidos, aun sin marchitar. Pétalos que
brotaron tan solo hace pocos días y hoy rotos están. Me consuelo recordando
aquello que dijo Rabindranath Tagore (leerlo era obligado en mis años de
Universidad): «Aunque le arranques los
pétalos, no quitarás su belleza a la flor».
¡Si yo pudiera parar este viento! A veces es un soplo tan
fuerte que también acabará arrancándome de cuajo a mí y, esta vez sí, esta vez ciertamente
no sabré de dónde viene ni en dónde me dejara yacer, ya quebrado, como mis
pétalos. Pero, callad, que ahora cesa. Cesa por un momento este mistral. Será
como un respiro que se toma para descansar y volver con energía renovada. Su
pausa la aprovecha el negro mirlo que hace su amarillo escarbe, consigue un
pequeño insecto y esparce fuera del macetón el mantillo que ayer había puesto
yo. Un gato me vendría bien. Un gato vivo, claro está. Lo digo porque mi vecino
ha colocado en su terraza dos figuras hieráticas, supongo que son de resina,
que imitan muy bien a sendos búhos amedrentadores y que, durante los primeros
cuatro o cinco días, parecían cumplir eficazmente con el propósito que fueron
colocados. Los mirlos, tórtolas, gorriones y palomas no se acercaron a su
terraza. Se pasaron a la mía. Pero enseguida aprendieron, o dedujeron por su
quietud, que esas rapaces, tan bien recreadas, no eran de temer y hoy he visto
que uno de esos búhos enfáticos y estáticos ya está pintando con sendas cagadas
de paloma. Da risa verlos así, afrentados y tan escatológicamente humillados.
Por eso me inclino por un gato que maúlle de verdad.
Ahora que el viento ha parado por un momento, corto una rosa
blanca y otra amarilla. Otra más, roja. Las junto en un pequeño ramillete y
mientras lo miro me asomo a mi infancia.
«Venid y vamos todos con flores a porfía,
con flores a María, que Madre nuestra es
con flores a María, que Madre nuestra es.
De nuevo aquí nos tienes, purísima doncella,
más que la luna, bella, postrados a tus pies».
Eso cantaba yo a coro con treinta o cuarenta niños más. Bueno
la verdad es que siempre iba desfasado con el resto de las voces, porque la
letra no me la sabía bien y tenía que oírsela primero cantar a mis compañeros
de escuela. La canción seguía con una par de estrofas más, pero se me han
olvidado.
Mi madre, antes de dejarnos a mi hermano y a mí ante la
puerta del colegio, nos daba un ramillete de flores a cada uno, como el que yo
acabo de cortar. A veces eran rosas compradas en la floristería Aguilera. A
veces flores silvestres que ella misma había recogido en sus paseos por el
campo. Nos decía: «Dádselas a Sor Aurelia, que se las ponga a la Virgen» y yo
no sabía si había sido mi madre quien decía esas palabras o cualquiera de las
tres o cuatro madres que, con sus respectivos hijos, repetían la misma escena a
las puertas del colegio. El de María Milagrosa, más conocido por La gota de leche. Hasta que cumplí los
nueve años estuve yendo a ese colegio. Era de religiosas. Niños y niñas en
clases separadas. También recreos en patios distintos, para evitar la
concupiscencia, aunque ninguno de nosotros conocíamos esa palabra y difícilmente
podíamos caer en ella. Pero al árbol,
desde chico hay que enderezarlo, repetía una y otra vez Sor Aurelia,
mientras su toca Cornettese, como
enorme mariposa de alas blancas almidonadas, se agitaba a un lado y otro esparciendo
los olores a lápiz, a goma de borrar y a polvo de tiza que descansaban sobre nuestros pupitres de
madera.
Entonces no lo sabíamos, pero luego aprendimos que no había
nada nuevo bajo el sol. Que lo de «con flores a María» no era algo nuevo que
nos hubiera traído la Cruzada del General. Que, ya en tiempos pretéritos, los
romanos en mayo celebraban los ludi
floreales o florealia. Fiestas
florales en honor de Flora Mater, diosa de la vegetación. Por aquel entonces había
la costumbre de escoger a una joven como reina de la primavera. Y se hacían
justas poéticas. El intento de superar y cristianizar un mundo pagano
posiblemente sea la base de dedicar el mes de mayo a María.
Ya no voy con un ramillete de flores, en pantalón corto, con zapatos
Gorila (la pelotita verde que venía con ellas, guardada en mi bolsillo), con mi
cartera (no conocíamos las mochilas escolares) que lleva los cuadernos de
escritura dentro, aquellos que tenían en la cubierta un fabuloso animal
estampado y enmarcado con su nombre debajo, y en la contracubierta las tablas
de multiplicar y de dividir. Ya no. Pero sigo guardando en la memoria que este que
acaba de empezar es el mes de las flores.
Ahora me iré a visitar los recuerdos de aquellas cruces de mayo en Granada y de los patios de Córdoba, que guardo en mi memoria, ¿os venís conmigo?
Yo también me acuerdo de las ofrendas florales a la Virgen en mi cole. Qué montón de niñas nos juntábamos en el patio, cada una con su ramillete. Sí, era una explosión de colores y de fragancias. Mayo es mi mes favorito.
ResponderEliminarMuy bien traído lo de con flores a María,se ve que todos hemos tenido esa vivencia.Los zapatos Gorila que recuerdo eran duros y resistentes...Sigue con los recuerdos que los evocas muy bien.Para cuando algo de hoy?
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