Esta mañana hemos ido al hospital, a Urgencias. Maricarmen
tiene el ojo derecho muy enrojecido y el párpado edematoso. Le duele. Desde
hace más de siete años ese ojo le viene dando muchos problemas. Todo a raíz de
un desafortunado golpe que recibió. Quizá, en otra ocasión, cuente con detalle
ese suceso. El caso es que hoy nos ha atendido una oftalmóloga muy amable y
competente. Ha conseguido que nos sintiéramos seguros y confiados. Iba
acompañada de un médico residente, creo que de segundo año, que ha estado muy
atento a todo lo que la oftalmóloga hacía y decía.
En el año mil novecientos setenta y seis, yo era ese médico
residente de segundo año. Hacía tan solo unos pocos meses que a España se la
llamaba Reino. Aquí, en este punto, los que ya tenéis cierta edad, haced una
pausa, dejad de leer y tratad de evocar que hacíais, que pensabais, que
sentíais en aquellas fechas, 1975, 1976, 1977... Tratad de recordad cómo era
vuestra calle, vuestro dormitorio, la cocina sin placa de inducción, la
colección de vinilos que teníais, la vecinita o el vecinito que os quitaba el
sueño. Los pantalones acampanados y la mescolanza de faldas que iban desde la
maxifalda a la minifalda pasando por todas las longitudes intermedias.
Acordaros de Karina, de Brigitte Bardot
o de Françoise Hardy, que a mí me quitaba el sueño, o de Bob Marley y Elton
John. Recordad cuanto costaba un kilo de azúcar o un periódico. Preguntaros
cómo podíais vivir en aquellos días sin WhatsApp
o Facebook. En fin, recordad lo que
os dé la gana, ¡qué carajo!
Decía que en aquellos primeros días de la restaurada
monarquía española, ¡los aires eran tan nuevos y tan llenos de esperanza!,
bueno, también de incertidumbre, pero de esto último no era del todo consciente,
aunque seguro que ya por entonces había más de uno esperando el mes de febrero
de 1981. Para mí, en 1976, toda mi atención se centraba en mi vida dentro del Hospital Princesa de España, porque en aquella época, los médicos en periodo
de formación residíamos, en el pleno sentido de la palabra, en el hospital.
Vivíamos en el hospital, mejor dicho, vivíamos el hospital.
La Residencia de médicos internos estaba en un ala de la
primera planta del hospital. Se accedía por una pequeña puerta que exhibía una
señal de prohibido el paso a toda persona ajena, lo cual no era obstáculo para
que, en más de una ocasión nos lleváramos un susto, como pasó una noche al ver
deambulando por el interior a un desconocido con cara de despistado, que nos
preguntaba dónde estaba la habitación 312 en la que estaba ingresado un vecino que
habían operado de un tremendo hidrocele y que en el pueblo le conocían por “el
huevón”, apodo que a partir de ese día habría que cambiar. A veces, durante las
guardias, teníamos que desplazarnos al colindante Sanatorio de «Los Prados» (ahí
lo podéis ver, en la foto que he puesto ilustrando este texto) para atender a
algún orate que tenía fiebre o se le había disparado la glucosa. Yo siempre
volvía impresionado de esas visitas. A lo mejor lo cuento otro día.
La Residencia de médicos ya no existe. He vuelto a pasar por
aquellas dependencias, hoy reconvertidas en zona de descanso de los equipos de
guardia. Ha perdido su personalidad. Ya no es una zona acogedora. Ya no está la
gran mesa comunal en la que se dejaban los periódicos del día o en la que, a
media tarde, las pinches de cocina dejaban una bandeja con magdalenas o
galletas. Tampoco está la librería con nuestras novelas preferidas o las cintas
de video VHS (yo me cargué la de “Espartaco” y bien que me lo echaron en cara
el resto de compañeros durante un buen tiempo. Sobre todo Concha que confesaba
abiertamente estar enamorada de Kirk Douglas), o el tablero de ajedrez
en el que tantas partidas he perdido frente a mi compañero José Enrique.
¡Tantas cosas que solo viven hoy en el recuerdo! Se jugaba al póquer, ¡vaya que si se jugaba! Yo una noche perdí cien pesetas y ya no volví a jugar nunca más. También jugábamos al dominó, pero sin apuestas. Por un momento he creído
escuchar a Antonio golpear la mesa con la ficha del seis doble al tiempo que
exclamaba: ¡Por fin lo suelto!, creía que me lo ahorcabais, so cabrones. A la
mañana siguiente yo me pegaba a la espalda de D. José María Sillero y Antonio
hacía lo mismo, pero con D. Fermín Palma.
Ninguno de los tres está aquí. No leerán estas líneas.
Antonio, pese a ser el más joven, fue el primero en irse. Prematuramente.
Habíamos iniciado nuestros estudios el mismo año, 1968, en Granada. Ese fue el
año en que una revuelta estudiantil en la Universidad de Nanterre (que comenzó
en parte porque un grupo de estudiantes no estaba de acuerdo con el
autoritarismo académico de la época. El ejemplo puntual estaba en la
imposibilidad de circular libremente por los dormitorios. La norma era hombres
por un lado y mujeres por el otro. «Como Dios manda», decían los rectores. En
otras palabras, segregación sexual). Decía que esa revuelta estudiantil
desencadenó la mayor huelga general que se haya vivido en la historia de
Francia... Mayo del 68, fecha mítica donde las haya. Antonio y yo no nos
separamos desde entonces hasta aquel día en que el hospital se cubrió por una
densa y plomiza nube que nos dejó en penumbra por un largo tiempo.
Nostalgia, melancolía… Maricarmen, esta mañana se ha dado
cuenta de que era eso lo que se asomaba a mis ojos. Ha dicho: «¡Ea!, vamos a
Carrefour a comprar la lista de cosas que tengo aquí.» Y se acabó la magia. Mañana o pasado
seguiremos.
Que bonito , Felipe me as hecho recordar gracias un abrazo 🤗
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ResponderEliminarMe has hecho recordar mi visita a "Los Prados" para realizar algún informe social y la terrible impresión que me causó era el 75 o 76...por lo demás fueron unos años maravillosos e ilusionantes.
Ah y buena solución contra la nostalgia
ResponderEliminarEn aquellos años estaba en la mili, me fui voluntario por conveniencia en el trabajo, y en cuanto acabe el servicio militar nos casamos ,trabajé en uno de los pocos comercios de aquella época que aún quedan, TEXYLANA en la calle rastro. También me gustaba Pin Floid,
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