Todo el mundo sabe
que tengo una particular afición al humor absurdo, también al negro, pero este
solo cuando estoy de luto. Por el contrario no me gusta nada el humor vítreo,
nadie sabe para qué sirve ni quién lo inventó.
Jaime Rubio Hancock, un día paseando por los sótanos de la
Biblioteca Nacional, se encontró un título tirado en el suelo. Lo cogió y lo
leyó. “El gran libro del humor español”, decía el papelito. Jaime, que las pilla
al vuelo, se dijo: “Ah, pues voy a escribirlo yo”. Y cuando llegó a su casa,
después de merendar un bocata de mortadela, se puso a escribirlo y no paró
hasta tenerlo terminado dos meses y cuatro días después. Luego tuvo que
corregirlo y ahí tardó casi dos años, pero bueno, se comprende, a todos nos ha
pasado lo mismo.
Pues resulta que el pasado día seis de enero, me trajeron el
susodicho libro los tres reyes magos. Bueno, en realidad el libro me lo subió a
mi casa un paje del rey negro cuyo nombre ahora no recuerdo, creo que es el
abuelo de Otelo, pero no estoy seguro. Me dijo el paje que los reyes se habían
quedado en el piso de mi vecina del tercero enseñándole como tenía que usar no
sé qué juguete que habían traído de un sex shop de Ámsterdam. Entonces yo hice
lo que se esperaba de mí. Tiré el libro de cualquier manera al sofá y bajé
corriendo al tercero a echarle una mano a la vecinita…, quiero decir a
traducirle correctamente al español las explicaciones que los reyes le
estuvieran dando porque, como bien sabéis, los reyes solo hablan en noruego.
Y hablando del idioma noruego. Ayer, por fin empecé a leer el libro de Hancock. Es una gozada. En las primeras páginas sale Mihura, el dramaturgo que escribió obras como “Tres sombreros de copa” y “Ninette y un señor de Murcia” (insuperable Fernando Fernán Gómez en el papel de Andrés en película homónima que él mismo dirigió en 1965). Pero es que Mihura también escribió cuentos. Jaime menciona dos en su libro de la historia del humor español. “El Mar” y “Hijos noruegos”.
Como me defiendo de una manera aceptable buscando cosas en
mi biblioteca y, si no las encuentro, entonces me meto en Internet y buceo en
el proceloso océano de “San Google” hasta que Maricarmen me llama para pasear a
la perrita. Cosa que suele suceder justo en el momento que encuentro lo que
ando buscando.
Eso es lo que he estado haciendo esta tarde, buscar en el éter
del virtual espacio algún cuento de Mihura y lo he encontrado. Ha sido un feliz
hallazgo y he disfrutado de un humor absurdo del que han bebido después tantos
y tantos humoristas televisivos como Tip
y Coll o Faemino y Cansado.
Como hoy me siento magnánimo, entre sorbo y sorbo de un vaso
de zarzaparrilla, os he copiado aquí el cuento titulado “Hijos noruegos” de
Miguel Mihura. Que lo disfrutéis.
… Ah, no insistáis, que no, que no me debéis nada. Hala, adiós.
Hijos noruegos
Miguel Mihura
Nadie sabe lo
espantosamente triste que es casarse y tener ocho hijos noruegos.
Sólo lo sabía aquel
honrado matrimonio de Albacete, que jamás había salido de Albacete y cuyos
antepasados, aun los más podridos antepasados de todos, no habían pisado
tampoco un palmo de terreno más allá de la campiña de Albacete. Aquel honrado
matrimonio de Albacete era el único que sabía lo espantosamente triste que es
casarse y tener ocho hijos y que los ocho les salgan noruegos en vez de
salirles de Albacete. Pero no noruegos dudosos o de mentira, como otros
noruegos que andan por ahí falsificados. No. Estos eran hijos noruegos
auténticos, que solamente hablaban en danés y que tenían el pelo rubio, rubio,
como las llamas de lumbre de los hogares sencillos de Noruega.
Cuando tuvieron así,
noruego, el primer hijo, no le dieron demasiada importancia. No se apuraron
excesivamente.
—Después de todo
—pensaron—, el primero no nos va a salir ya bien. No nos va a salir de Albacete
y todo, como nosotros, y hasta con su naricita parecida a nuestras naricitas.
Esto no es tan fácil como parece. Hay que tener más costumbre. Para conseguir
uno normal, antes tendremos que desperdiciar cuatro o cinco lo menos. Es
lógico.
Pero también el
segundo fue noruego. Y el tercero también. Y el cuarto. Y así hasta el octavo,
que, además de ser noruego, era blanco con manchas de café.
—Yo creo que esto ya
no es natural —dijo la madre con franca melancolía—. A nadie le ocurre esto,
Señor. Es demasiada torpeza ya…
Y fueron a consultar a
un médico de barba blanca que pintaba marinas con una maquinita de retratar.
Y el médico les dijo,
después de oírles sus lamentos:
—Le dan ustedes a esto
una importancia que no tiene. La cosa es bien natural. No tiene nada de extraño.
Comprendan ustedes que en alguna parte tienen que nacer los niños noruegos.
—¡Es verdad! —exclamó
el matrimonio—. Realmente en alguna parte tienen que nacer los niños noruegos,
tiene usted razón.
Y se marcharon a su
casa un poco más convencidos y más alegres.
Pero esta alegría duró
poco, porque los honrados padres sufrían mucho con aquellos niños noruegos, que
alejados siempre de ellos, hablaban en su idioma, escondidos en un rincón,
bebiendo ginebra en vasos grandes y cantando canciones de marineros que,
traducidas al castellano, querían decir esto, poco más o menos:
La luna se bebe toda
el agua del mar durante el día…
y por la noche la
vomita como si fuera leche.
Y es una maravilla el
efecto en el mar…
—Antes que así,
hubiese preferido tener hijos huerfanitos —decía la pobre madre con frecuencia.
Y lloraba mucho, una
hora, antes o después de merendar.
Y un día, cuando los
niños noruegos eran ya noruegos gordos con bigotes, aquel matrimonio recibió
una carta del amo de Noruega, diciéndoles que se había enterado de que tenían
ocho hijos noruegos, y que hicieran el favor de mandarlos enseguida a Noruega,
pues eso era una trampa y no valía hacer eso. Que eso no estaba permitido y que
como lo hiciesen otra vez ya verían las consecuencias. Y que a ver si hacían el
favor de mandarlos pronto. . .
Y el honrado
matrimonio contestó que no se los mandaba. Que ya les habían tomado cariño y
que no se separarían jamás de ellos. Y que, además, no eran ocho sino que eran
siete, pues el blanco con manchas café tenía mala la barriguita y no servía.
Entonces, el amo de
Noruega vino desde allí a hacerles una visita, en su carroza de caballos
blancos, que parecían palomas grises, y les habló muy conmovido, con su corona
de diamantes torcida por el temblor.
—Es preciso que
ustedes me den estos chicos noruegos —dijo—. Me hacen falta a mí. Los necesito
yo. En Noruega no nace apenas nadie. No me queda ya casi ninguno. Parece que
no, pero hacer noruegos es bastante difícil. Ustedes que viven en España lo
notarán. Verán muchos franceses, abundantes ingleses, colonias enteras de
alemanes, comerciantes chinos, rusos a montones… Pero noruegos verán pocos. Es
lo más difícil. A mí me costó mucho dinero reunir mil o dos mil para formar
Noruega. Al principio nacían bien allí y con facilidad. Dios me ayudaba. Pero
después la cosa fue mal. La gente de allí dice que no quiere tener hijos
noruegos. Que es más fácil tenerlos franceses o rusos. Y, en parte, tienen
razón. Y yo estoy desesperado, caballeros. Si ustedes, que los tienen
fácilmente, no me los quieren vender, no tendré más remedio que cerrar Noruega.
Y esto será mi ruina. Vengan ustedes conmigo. Yo les daré lo que necesiten.
Allí pondrán ustedes una tienda de niños noruegos y ganarán todo el oro que
quieran.
Pero el honrado
matrimonio de Albacete no aceptó.
Pensó que ya que
tenían aquella mina, aquel manantial inagotable de niños noruegos y rubios,
serían necios si lo vendiesen a otro.
Y compraron un campo
muy grande que había tirado en el suelo allí, cerca de Albacete. Y allí
tuvieron más hijos noruegos. Muchos más hijos noruegos, auténticos como los
primeros. Y los hijos se casaron. Y se formó un gran pueblo. Un pueblo noruego
de verdad.
Y la Noruega antigua
se arruinaba con la competencia que le hacía aquella Noruega moderna acabada de
fabricar, aún caliente, que estaba más cerca de todos los sitios y en donde no
hacía el frío helado de aquel Océano Glacial. Y la Noruega antigua se arruinó
por completo.
Y el matrimonio de
Albacete hizo un buen negocio; y cuando hubo ganado lo necesario para pasar una
vejez tranquila, cerró Noruega, vendió todo y se fueron a vivir a un chalet de
las afueras con sus dos millones de hijos noruegos con bigotazos rubios.
Y como recuerdo de
aquella aventura sólo conservaron una postal con la vista de una calle principal
de Cristianía.
FIN
Me encanta lo absurdo del humor absurdo pero...es tán divertido.Gracias por el regalo de Mihura
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