El domingo acaba de empezar y me he levantado un poco más
tarde de lo habitual. Todo el día en casa, sin colegio. Un día sin las pesadas
bromas de Luisito. Mamá está en la cocina, desde aquí la oigo trajinar con
sartenes y perolas. Mamá hoy no canta. Anoche la oí llorar, en su dormitorio,
muy quedamente, como si estuviera ahogando el llanto en la almohada.
—Esta mañana no me han querido fiar en la tienda cuando he ido a comprar aceite. Mañana volveremos a comer lentejas, las que han sobrado hoy.
—No te preocupes —oí la voz de mi padre tratando de consolarla—, te han salido muy buenas.
—No llevaban morcilla, eso lo dices para tranquilizarme —y
me imaginé a mi padre limpiándole con los dedos las lágrimas que aún quedaban
en sus mejillas—. Además, el niño ha vuelto a pedir para su cumpleaños una
bicicleta.
—Ya lo arreglaremos; no sé cómo, pero lo arreglaremos.
A mí, anoche, también me costaba trabajo dormirme. Me tapé
los oídos para no seguir escuchándolos. Sueño desde que cumplí los siete años
con una bicicleta, como la de Luisito, pero llevo tres años pidiéndola y
siempre mis padres me la prometen para el siguiente.
Hoy es domingo, ya lo he dicho antes. En la radio acaban de
dar la noticia de que Eisenhower ha venido a Madrid para entrevistarse con
Franco y que más de un millón de personas ha salido a la calle para recibirlo.
Debe de ser muy famoso ese Eisenhower, yo desde luego no sé quién es. Lo que
más me interesa a mí es que, unos minutos después, han vuelto a anunciar las
bicicletas “BH”. Yo prefiero una “Orbea”, pero Luisito tiene una “BH”, así que
no acabo de decidirme.
Me aparto de la radio para no seguir escuchando, a ver si puedo
terminar de leer La isla del Tesoro.
Solo quedan veinte páginas para el final. Me he sentado junto a la ventana,
donde hay más luz y donde estoy más lejos de la cuna de Chico, mi recién nacido hermano Pedro, que ya está llorando porque
quiere mamar otra vez.
No sé cuántas veces he soñado ser Jim Hawkins y que me escapaba
de casa para correr aventuras y volver con un cofre repleto de monedas de oro y
piedras preciosas. Mis padres me perdonarían el haberme escapado y me
abrazarían contentos porque ya no habría penuria en la casa. Las lentejas
llevarían morcilla y chorizo. Los domingos comeríamos arroz con pollo y yo
tendría una “BH” más nueva y brillante que la de Luisito.
De pronto oigo una algarabía que se va acercando desde
lejos. ¡Sí, sí, son “los húngaros"!,[i]
que
vienen subiendo la cuesta con su cabra, con su trompeta y sus tambores. Les
siguen una caterva de chiquillos, también algún vejete, deseosos de ver su
actuación. Me asomo a la venta y veo que el grupo se para justo delante de mi
casa. Rápidamente suelto el libro, cojo el bocadillo de mortadela que mi madre
me había preparado para desayunar y salgo corriendo.
—Mamá, ¡que se han parado aquí los húngaros!; que bajo a la
calle a verlos.
—No te acerques mucho a ellos, a ver si te van a pegar los
piojos.
Esta vez son cuatro. Un hombre, una mujer, una niña y un
niño. Les acompaña una cabra negra. El hombre toca una trompeta y la mujer
aporrea dos tambores, montados uno sobre otro que, a su vez, van apoyados sobre
una plataforma con ruedas. Ella es rubia y lleva botas altas muy gastadas ya.
Él va con chaqueta marrón, de cuadritos pequeños. Los sonidos de su trompeta
son estridentes; los tambores hacen que todo sea demasiado estruendoso, pero
supongo que lo que importa es hacer ruido y llamar la atención. La cabra va
subiendo lentamente, como si hiciera un ejercicio mil veces repetido, desde sus
tiempos de choto, quizá consciente de que mientras los siga haciendo no la
sacrificaran. Los niños no tendrán más de siete años. Llevan en las manos los
cuencos que luego pasarán ante el escaso público que han logrado reunir.
Yo me siento en el bordillo de la acera y, mientras voy
masticando lentamente mi bocadillo, me da por pensar que si me uno a ellos recorrería
el mundo y viviría mi aventura en busca del tesoro que en algún escondido sitio
está esperándome. Los húngaros hacen un alto en su actuación. La cabra se ha
bajado de lo alto de la escalera y mordisquea unas escasas hierbecillas que
crecen en los bordes de la acera. El hombre sacude la saliva de su trompeta y
hace recuento de lo recaudado. La mujer se rasca varias veces el pelo. La niña
se sienta en el primer escalón de la escalera y se ajusta los calcetines que le
vienen algo grandes. Se sorbe los mocos que habían empezado a asomar por su
nariz. El niño se me acerca y se sienta a mi lado.
— ¿Me das la mitad de tu bocadillo? —me chapurrea en una
mezcla de español y otro idioma que no identifico.
Al principio me resultó extraña la petición. Pero el niño no
apartaba la mirada de mi bocadillo. Le di todo lo que me quedaba y se lo comió
en un par de rápidos bocados. Le pregunté que a donde se dirigían y, con cierta
dificultad, entendí que me estaba diciendo que no lo sabía, pero que no sería
muy lejos. Estarían tres o cuatro días más por aquí, hasta que llegaran unos
paisanos que tenían un carromato y se irían juntos.
Después de unos minutos, el hombre recogió sus bártulos,
llamó a la niña que le pasó una cuerda por el cuello a la cabra y empezó a
tirar de ella. El niño se levantó de mi lado y al alejarse le vi un remiendo en
el culo de pantalón; era un parche de color distinto al resto. El grupo se fue
cuesta arriba, moviéndose despacio, cansinamente, como si llevaran un gran peso
encima. Yo seguí sentado en el bordillo de la acera hasta que los vi
desaparecer por la esquina.
Mamá me abrió la puerta y me preguntó si me había gustado la
actuación. Quiso asegurarse de que no me había a cercado demasiado a ellos, por
si me habían pegado algo. Yo cogí de nuevo La
isla del tesoro y me quedé un rato con el libro abierto y la mirada
perdida, sin leer. Al cabo de unos minutos, lo cerré de golpe. Me levante de mi
silla y me acerqué hasta mamá. Me abracé a ella, escondí la cara a la altura de
su vientre y le dije:
—Mamá, creo que ya no quiero la bicicleta para mi
cumpleaños. Prefiero una caja de lápices de colores y un cuaderno para dibujar.
[i] “Los
húngaros” eran los músicos ambulantes de raza gitana y extranjeros, los que no
eran de origen español, que solían exhibir en sus actuaciones callejeras a un
animal (un cabra, más raramente un mono) haciendo equilibrios y otros
ejercicios. Al final de la actuación uno de ellos, casi siempre un niño,
“pasaba la gorra” y recogía muy escasas monedas.
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