Casi un diario, como diría mi vecino el listillo. Un día de perros. Domingo, 11 de diciembre de 2022
Día lluvioso y ventoso. Me ha despertado el silbido del viento que sopla con fuerza por las invisibles grietas de mis cristaleras, o de los cajones persianeros, o de quien sabe dónde. El aire que se cuela en el dormitorio es frío y húmedo. Bendita lluvia, pienso mientras me mantengo aún bien arrebujado con la manta, sin querer sacar los pies fuera de ella. A mi lado, Maricarmen todavía suelta algún ronquido que otro. Es raro que aún siga dormida; ella es más madrugadora que yo. Vuelvo a bendecir la lluvia que, desde hace unos días, cae casi sin pausa sobre nuestros campos. La sequía se estaba prolongando demasiado tiempo. Los pantanos están casi vacíos y nunca falta alguien que diga que la culpa la tiene el Gobierno. Lluvia y viento, menos mal que es domingo y no hay que salir a trabajar. No lo digo por mí, que ya llevo mucho tiempo disfrutando de la jubilación, sino por aquellos esforzados trabajadores que aún contribuyen con sus cotizaciones a mantener mi pensión.
Hoy apetece quedarse en casa. Mi madre decía en días como
este, que hacía un «día de perros». En aquellas fechas nosotros no teníamos
perro —en realidad mientras estuve viviendo con mis padres, nunca tuve un perro—,
por eso yo creía que al decir mi madre eso, yo tendría que ir felicitando a
todo perro con el que me cruzara por la calle. Y aunque no os lo creáis lo hacía,
los felicitaba, pero para mis adentros, sin que me oyeran mis padres. Las
únicas mascotas que tuve en mi infancia fueron dos o tres canarios, no a la vez
sino uno detrás de otro, una tortuguita pequeña que dejábamos moverse libremente
por la habitación y gusanos de seda, muchos, que alojábamos en las cajas de
cartón de los zapatos y alimentábamos con las hojas de morera que mis hermanos
y yo cogíamos de los árboles del parque, hasta donde nuestra altura nos
permitía. Las disponíamos en la caja conformando una especie de alfombra que
cubría todo el suelo. Los gusanos eran de dos variedades, los blancos por
completo y los acebrados con rayas negras. Estos últimos eran mis preferidos. Cuando
hacían sus capullos, algunos de ellos de color amarillo, a mí me daban ganas de
abrirlos y mirar cómo los gusanos se iban transformando en crisálidas y
finalmente en mariposa, pero nunca lo hice. Esperábamos que al año siguiente los
huevecillos que las mariposas habían ido pegando en las paredes de la caja
eclosionaran y nos dieran una gran cantidad de gusanos, los suficientes para
nuestro disfrute y el exceso venderlos a los amiguetes del cole o del barrio.
Cinco gusanos por una peseta. Pero por alguna extraña razón, los huevos no
eclosionaban o la caja había desaparecido. Misterio insondable.
Esos días de perro, por las tardes nos quedábamos en casa,
sin salir a visitar a los abuelos o a la tía Manuela que vivía en la calle Baeza
y nosotros podíamos corretear y jugar en el parque, frente a su casa. Esas
tardes, decía, mi madre nos preparaba un tazón de chocolate bien calentito y oíamos
el serial radiofónico de Matilde, Perico
y Periquín, todos sentados alrededor de la mesa camilla y bien tapadas las
piernas con su falda aterciopelada de color verde, mientras esperábamos que mi
padre regresara de la Academia. Lo veíamos entrar sacudiendo el paraguas y
frotándose las manos, la una contra la otra, mientras exclamaba «¡No podéis
imaginar el frío que hace en la calle! Menos mal que aquí se está calentito». Entonces
yo me decía: «pues los días de perro no son tan malos».
La verdad es que hasta hace muy poco no supe de donde venía
esa expresión que hoy asociamos a un crudo día invernal, como el de esta mañana.
Pero en su origen, no os la vais a creer, la expresión hacía referencia a un día… ¡extremadamente
caluroso! Concretamente a los días del mes de Julio, los de la «canícula», que
como todos sabéis viene del latín Can,
canis. Y es que en esos días hace aparición en nuestros cielos la estrella
Sirio, situada en la constelación Canis
Maior —Perro Mayor—. Sirio desaparece del cielo durante buena parte del
año, pero cuando ésta empieza a asomarse, saliendo y poniéndose al mismo tiempo
que el Sol, coincide con los días más calurosos y sofocantes. Así que ya
sabéis, cuando aparecía la constelación
«Perro Mayor» con su estrella Sirio anunciando calores sofocantes, se decía que
empezaban los días de perro. Sobre todo para aquellas gentes que, como los
esforzadores labradores, tenían que trabajr de sol a sol. También esos días eran
un presagio de plagas y otras desgracias, pero esto hoy no lo tenemos en cuenta.
Lo que no he conseguido averiguar es cuándo y por qué razón la expresión «un
día de perros» ha pasado de significar un día insoportable de calor a lo que
hoy entendemos como un día frío, lluvioso, ventoso y desapacible.
Todavía hoy, de vez en cuando, quemo en un pebetero unas
ramitas secas de lavanda que cultivo en mi terraza. Entonces, como si al olerlas
me diera un chute de LSD, «viajo» hasta la calle Almendros Aguilar y entro en
aquella pequeña salita donde, sobre la mesa camilla, he dejado a medias una
partida de parchís que jugaba con mis hermanos. Tiro el dado y me sale un
cinco. Saco la última ficha que me quedaba en mi casa, la roja. Me contraría un
poco pensar que he puesto en juego mi última ficha, y no me refiero solamente a
la del parchís. No sé si me explico.
Al final, haciendo un esfuerzo, he conseguido levantarme. El
agua no me ha resultado tan fría como esperaba y he podido lavarme sin demasiadas
tiritonas. Cuando estaba preparando el café he oído que Maricarmen también se
había levantado. En la cocina tenemos un almanaque que nos dice las tres o cuatro efemérides más
destacadas del día. Mientras esperaba que mi cafetera italiana Magefesa silbara
he leído en el almanaque que tal día como hoy, 11 de diciembre, pero del año
1576, el místico, poeta, humanista y sacerdote agustino fray Luis de León, era
formalmente absuelto por la Inquisición después de su encarcelamiento. Y volvió
a clase afirmando aquello de: «Decíamos ayer…». Qué gracia la del fraile, me
resulta un tanto pasota. Con su famosa frase parecía no darle importancia a los
cinco años de ausencia, dos y medio de ellos en prisión. Eso es lo que le costó
a fray Luis su enojoso tropiezo con el Santo Oficio. ¡Anda que no había que
tener cuidado con lo que se decía o hacía en aquellos tiempos y en estas
tierras! Por menos de un pimiento te chamuscaban bien chamuscadas las cejas.
Pero, ¿por qué
metieron en la cárcel a fray Luis de León? Fundamentalmente, por celos
profesorales (¿Se puede decir esta palabra?). Fray Luis llevaba una carrera
excelente. Y ya se sabe, en su lucha por las cátedras se ganó numerosos
enemigos y fuertes envidias. La guerra corporativa entre agustinos y dominicos
era un verdadero escándalo. En uno de estos lances, fue un catedrático de
griego quien denunció a fray Luis ante la Inquisición por haber traducido el
Cantar de los Cantares directamente del hebreo al castellano. ¡Pues vaya crimen!,
diríamos hoy. Sin embargo y pese a ser cierta la acusación, nadie habría
actuado contra él de no mediar la denuncia de sus colegas. Y la Inquisición veía
todos los casos cuando la denuncia venía bien asentada. Una fatalidad. Fray
Luis acabó en la prisión de Valladolid. Allí escribió sus obras De los nombres de Cristo y Canción a Nuestra Señora. Liberado a los dos años y medio, aún tardó
otros dos y medio en ser completamente rehabilitado, porque el proceso avanzó
—por así decirlo— con continuas interferencias y pasmosa lentitud. Dice la
tradición que en los muros de su celda escribió fray Luis estos versos: «Aquí la envidia y mentira / me tuvieron
encerrado. / ¡Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira / de aqueste
mundo malvado, / y, con pobre mesa y casa, / en el campo deleitoso, / con solo
Dios se compasa / y a solas su vida pasa, / ni envidiado, ni envidioso!».
Los versos son suyos, pero no los escribió en la pared, sino en papel. Fray
Luis pudo volver a la Universidad y soltar su conocida frase. Ostentaba la
cátedra de Sagradas Escrituras. En 1582 volvieron a denunciarle ante la
Inquisición por cierta polémica sobre la libertad humana, pero esta vez el
tribunal se limitó a una suavísima amonestación teórica. Terminó sus días como
provincial de la orden Agustina.
—Vamos, que se enfría la tostada— me dice Maricarmen y me
hace volver a este mundo y a este día lluvioso.
Café con leche, tostada con mantequilla y miel. El reloj de
la cocina marca las nueve de la mañana; las nueve y cinco, para ser exactos. Mi perrita Mika
a mis pies, esperando que le caigan unas migas de pan. Mueve animosamente la
cola. Aprovecho que ha escampado un poco, me pongo mi chubasquero azul y Mika me sigue sin tener que decirle
nada. La bajo a la calle a que de su paseo matutino. Vaya eufemismo lo del «paseo»,
es como si cualquiera de nosotros dijera que «se iba de paseo» cada vez que visitara
el retrete.
La calle, a esas horas y siendo hoy domingo, está desierta.
Algunos charcos de agua limpia, recién caída. Los falsos plataneros desnudados
por la ventisca. En el suelo de aceras y calzada una maravillosa alfombra
amarilla, moteada de pequeñas manchas rojizas, vegetal toda ella, tan liviana
que la próxima ráfaga de viento la levantará para dejarla caer de nuevo en
cuanto cese de soplar. Aprovecho el momento y paseo con Mika aspirando hondo, llenándome de un silencioso día de perros
que, en contra de la mayoría de la gente, a mí me gusta.
Genial amigo Felipe.
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarPrecisamente esta tarde he leido en el episodio"Napoleón en Chamartín" en uno de los edictos que promulgó el Emperador ,abolia a La Inquisición y los frailes ponian el grito en el cielo por tan disparatada decisión.
ResponderEliminarPrecioso Felipe, me ha encantado leerte y ver que sigues conservando tu magnífico humor.
ResponderEliminarLeyendo tus tardes de brasero me he recordado de las mías, las ascuas, el picón, algún que otro tizon que se colaba y picaba los ojos...que tiempos