A mi primo, el de Jamilena, no le gustan los ajos. No obstante fue él quien me informó, con cierto pesar y enfado, que hace unos días en su localidad habían robado de una nave industrial más de doscientos cincuenta kilos de ajos, los repartieron en pequeñas bolsas de plástico y las vendieron a un euro cada una. El caco era vecino de Andújar y un tanto confiado en que sus artes de mangante eran excelentes. Esto último lo digo porque el discípulo de Monipodio y autor del hurto, a los tres o cuatro días cayó en las manos de la Guardia Civil. Me imagino que los de verde, cual buenos sabuesos, solo tuvieron que seguir el rastro del «aroma» que tantísimas cabezas de ajo iban esparciendo a su alrededor. A mi primo, el de Jamilena, no le gustan los ajos y yo le llamo «Draculín» precisamente por su aversión a los bulbos de esa liliácea, pero como es un tanto lento de reflejos, no capta la ironía y siempre me pregunta que por qué puñetas lo tomo por un vampiro; en fin, ¡qué le voy a hacer!
El caso es que me dio por pensar que ciertamente los ajos
deben de estar considerados lo suficientemente valiosos como para ser objeto de
rapacería. Desde luego algo han de tener para que nos acompañen a los humanos
desde tiempos inmemoriales. Ya en el libro de Números capítulo XI, versículo 5º se relata como los hebreos al
salir de Egipto se lamentaban en el desierto de haber dejado atrás «los
cohombros y los melones, los puerros, las cebollas y los ajos». Se comprenden
sus lamentaciones, más que por añorar los ajos, por estar hasta salva sea la
parte de comer todos los días y a todas horas el maná que, vete tú a saber, si
se comía crudo, tal como caía del cielo, o si había que cocinarlo y con qué
condimentos.
Supongo que los hebreos, cuando por fin y después de pasar
por tantas vicisitudes llegaron a la Tierra Prometida, se buscaron una buena
parcelita donde plantar ajos y poder así seguir gustando de ellos. Lo deduzco
porque he podido saber que, ya en la época talmúdica, decían los rabinos que «comer
ajo tenía cinco beneficios: satisface el hambre, calienta el cuerpo, ilumina la
cara, aumenta el semen y mata los “piojos” del estómago. Algunos dicen que el
ajo aumenta el amor y elimina los celos»
(Baba Kama 82a).
Seguramente de Egipto, el ajo pasó a Grecia donde fue mal
considerado, de Grecia a Roma donde fue apreciado y de Roma, en manos de
Escipión, llegó a nuestra península que por aquel entonces aún no era España.
Tan menospreciado era el ajo en la Grecia clásica que Ateneo cuenta que a la
puerta del templo de Cibeles se apostaba un sacerdote con el encargo de olerle
el aliento a todo quisqui. Si olía a ajo, lo expulsaba sin contemplaciones.
¡Vaya tarea ingrata!: «A ver, écheme usted el aliento… pues no huele a ajo. Puede
pasar, pero tiene usted una piorrea que da asquito». Sin embargo, ya hemos
dicho que en Roma fue muy apreciado, por eso no es de extrañar que el poeta
Virgilio dijera de él que «es un alimento tónico capaz de fortalecer a los
vendimiadores, impedirles que se durmieran y preservarles de las picaduras de
las víboras».
¡Toma ya! No consigo vislumbrar de donde se sacó Don Publio que las víboras se
comportaran como si fueran vampiros. En fin, cosas más disparatadas se han
dicho.
En España, hasta hace muy poco el ajo era cosa de villanos.
En el siglo XIV los caballeros tenían prohibido incluso nombrarlo. A Isabel la
Católica le resultaban repugnantes, tanto el sabor como el olor a ajos y, al
parecer, en una ocasión le sirvieron un plato que venía condimentado con
perejil, pero que previamente había estado en contacto con ajos. La reina, que
tenía un olfato de sabueso rastreador, olió a ajo y, bastante enojada,
despreció el palto tirándoselo a la cabeza al sirviente y diciendo: Disimulado venía el villano vestido de verde.
En pleno Renacimiento el obispo de Guevara dice en uno de
sus escritos: «Si uviere de yr a negociar después de comer, guardese de
comer ajos e beuer vino puro: porque si huele a vino, tener le ha el rey por
borracho: y si huele a ajos, por mal condimentado».
A pesar de todo, en los siglos XVI y XVII, el pan y los ajos junto con la
cebolla estaban a diario en la mesa de los españoles «de a pie». Ya en nuestros
días, la condesa de Pardo Bazán, en su libro La cocina española antigua, dice nada más empezar: «En
las recetas que siguen, encontraran las señoras muchas recetas donde entran la
cebolla y el ajo. Si quieren trabajar con sus propias delicadas manos en hacer
un guiso, procuren que la cebolla y el ajo los manipule la cocinera […], pero
sería muy cruel que la señora conservase entre sortija de rubíes y la manga
calada de una blusa un traidor y avillanado rastro cebollero».
¡Es que siempre ha habido clases, hombre! Nada de estropear esas delicadas
manos propias de una señora como Dios manda, para eso está la cocinera, que en
todas las casas hay una con sus dos o tres pinches, ¿o no?
Allá por los años treinta del pasado siglo, Julio Camba
escribe su libro La Casa de Lúculo.
En él dice que la cocina española «está impregnada de ajo y de preocupaciones
religiosas». Ya fue muy atrevido por su parte equiparar lo mal considerado que
estaba por aquel entonces el ajo con las «preocupaciones religiosas».
Pero en la segunda mitad del XX empezó a ponerse de moda la
dieta mediterránea y con esa corriente alimentaria se encomió el consumo de ajo
y dejó de ir asociado a la villanía. Hoy se afirma que el ajo es bueno para
reducir la tensión arterial, que alivia las molestias del reúma y artrosis.
Dicen que es un excelente diurético, también un buen carminativo (es decir, que
va bien para reducir gases y ventosidades, por si alguien duda del significado
de la palabra carminativo). Le atribuyen efectos vigorizantes del ánimo y, cómo
no, incluso hay quien defiende su poder afrodisíaco, y esto último me trae a la
memoria un dicho o refrán que dice, más o menos así: «Si comes ajos, que los
coma también tu pareja», así el aliento de ninguno de los dos hará perder ese
supuesto poder afrodisíaco que dicen tiene el ajo tiene y yo aún no he sido
capaz de confirmar.
Sea como sea, el marchamo de cosa propia de villanos que
tenía el ajo no me hará renunciar a él, porque digo yo ¿cómo olvidarnos de unas
gambas al pil-pil, o de un buen gazpacho
con su punto justo de ajo y vinagre, o de un riquísimo plato de ajotao en cualquiera de las dos
modalidades que se hace en la Sierra de Segura, con patata ( https://cocinandoentreolivos.com/2020/02/ajoatao-de-jaen-receta-de-la-sierra-de-segura.html
) , o a la antigua sin patata ( https://cocinandoentreolivos.com/2019/08/ajoatao-sin-patata-receta-sierra-de-segura.html
), o de una simple tostada a la que se le haya dado una leve caricia con un
diente de ajo antes de echarle un chorreón de aceite picual y una pizca de sal?
No, no podemos apartar el ajo de nuestra cocina. La prueba
está en nuestro refranero. De los cientos de refranes que hay sobre él, destaco
unos cuantos: «Muchos ajos en un mortero, mal los maja un majadero», «Porque tú
dices loj ajos, y yo digo loj ojos, ambos de Jaén somos», «Más
serio que un ajo», «Aunque se eleve el villano, siempre huele a ajos», «El que
se pica, ajos come», «No hay campana sin badajo, ni sopa buena sin ajo», «El
ajo de enero llena el mortero», «Allá vaya el mal, do majan los ajos sin sal».
Aquí paro, porque de seguir, la lista sería interminable.
Cuanto saber en torno al humilde e imprescindible ajo.Gracias por ilustrarnos!
ResponderEliminarAlguna energúmena decía que España huele a ajo, pues a mucha honra querida
ResponderEliminarGenial amigo,, enhorabuena por este bonito y gracioso documento.
ResponderEliminarEl humilde ajo no nos puede dejar....que sería de nuestra cocina.