Ir al contenido principal

Antes de dormirme

 Mi marido se parece a Eduardo Noriega, sí al actor tan guaperas, a ese me refiero. Por eso me fijé en él. Recuerdo que estábamos en la presentación de la última novela de Clara. En el coctel que hubo después le dije a mi amiga que me sirviera de mediadora. «Felix, mira esta es Julia y se muere de ganas por conocerte». Me sonrió. Un beso en la mejilla derecha, apenas hubo contacto. «Te pareces a Marta Etura, la actriz», me dijo. Y yo me sentí un tanto halagada.

Ahora, después de tres años de casados, estamos atravesando una crisis. Lo mismo que la política del país. Cada vez más virulenta. Esta noche hemos tenido una discusión más dura que las anteriores. Ahí tenéis la muestra: mirad esos vasos rotos y la alfombra manchada de tinto. He cogido las llaves del coche y me he ido de casa. Los vecinos habrán oído el portazo.

Cuando me monté en el Audi no sabía muy bien a donde ir. Reconozco que salí precipitadamente, sin darle al intermitente y el coche que venía por la derecha me dio una larga pitorrada. «Vete a la mierda» le grité. Estuve unos minutos corriendo por las calles de la ciudad. Menos mal que ya era de noche y había poco tráfico. Sin embargo no me libré de un pequeño accidente. Al tomar una curva cerrada, me subí al bordillo de la acera y estampé el morro del coche en un banco, uno de esos que ponen en las calles para que los jubilados se sienten y vean pasar la vida. Ahora que lo pienso, podía haber atropellado a alguien. Lo que me faltaba.

El golpe no fue muy fuerte, pero a pesar de eso, el coche no quería arrancar de nuevo. Debí de darme contra el cristal de la ventanilla porque la sien izquierda me dolía. Al tocarme en la frente no noté sangre. ¡Menos mal! También me sentía algo aturdida, confusa. Salí del coche y no reconocía la calle solitaria. No había a quién preguntar. En la esquina vi el letrero luminoso de una pensión. Decidí pasar en ella la noche para recuperarme del atolondramiento que tenía y, a la vez, buscar la manera de rehacer nuestra relación. Intenté llamar a Félix para avisarle pero, extrañamente, se me había agotado la batería del móvil y eso que estaba recién cargado cuando salí de casa.

En recepción me costó trabajo convencer al portero. Le conté lo que me había pasado. Que había salido de casa a prisa y sin coger dinero, que había tenido un accidente, que se asomara y comprobara que el coche aún estaba en la esquina. «Si, he oído un frenazo y después un golpe» me dijo. Aceptó las llaves del coche como aval. Me tumbé en la cama con la ropa puesta, creo que ni me quité los zapatos, sin embargo me pareció sentir que alguien me estaba descalzando y, cosa extraña, que me estaban pinchando en el brazo derecho y que la cama se movía, como si se desplazara sobre ruedas.

Esa noche Julia tuvo un sueño especial. Recuerda que se acostó pensando en Félix. Trataba de encontrar el modo de explicarle cómo se sentía. Quería volver a empezar. Evitaría ciertas actitudes, cedería en algunos aspectos. Sin apenas notarlo, pasó de hacerse esas reflexiones a ser consciente de que tenía todo su cuerpo acorchado, como cuando se te duerme un brazo sobre el que has recostado la cabeza; lo mismo, pero la sensación era en todo el cuerpo. En su sueño, Julia no estaba en la cama de la pensión sino en la del hospital. Había una luz blanca en el techo que le molestaba. «Por favor, que alguien la apague». Parecía que nadie la oía. La sien izquierda seguía doliéndole y además ahora sí notaba sangre en toda su cara. Quería gritar pero algo se lo impedía. El sueño era tan real que creyó sentir un tubo metido en su boca y que gritaba pidiendo que alguien se lo sacara.

De repente el sueño cambió. Se sentía calmada, como si fuera ingrávida. Supo que había una persona a su lado. No podía verlo, pero notaba que la tenía cogida de la mano. Oyó que le hablaba y entonces supo quién era. «Félix, eres tú ¡Qué alegría! Gracias por venir. Llévame a casa, anda. Olvidemos todo lo pasado». Pero Félix no se movía. Lloraba. Sí, estaba llorando porque notó como una lágrima suya le caía en la mejilla. Le pedía perdón. «Sí. Claro que sí, cariño. ¿Cómo no te voy a perdonar?, ¿acaso no ves que yo también estoy arrepentida de nuestras chiquilladas? Que eso es lo que han sido, chiquilladas y nada más. Anda págale al portero y llévame a casa».

Julia notó que Félix se levantaba. Sintió su beso en la frente «¿Por qué me besa en la frente?» se preguntó. Una sensación de frío invadió  todo su cuerpo. La luz del techo se apagó y entonces, ya sí, se quedó profundamente dormida y dejó de soñar.

Comentarios

  1. Magnífico. Atrapa desde el inicio porque no sabes en qué acabará la historia, insinúa cómo será aproximadamente el final, pero luego tampoco es así, hasta que la última palabra lo esclarece.

    ResponderEliminar
  2. Buen relato ,con pulso.La pirueta final bien narrada

    ResponderEliminar
  3. Buen relato,narrado con pulso.excelente la pirueta final

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Un café bien amargo

  Cualquier persona con dos dedos de frente entendería los motivos que me llevaron a hacer lo que hice. Es más, con mucha probabilidad lo aplaudiría. Por eso no comprendo al comisario que se empeña en llamarme psicópata descerebrado. Sigue opinando que oculto el verdadero motivo y hoy, por enésima vez, me ha vuelto a pedir que le contara lo sucedido. Y, ya puestos, ahora te lo voy a contar a ti. Porque de algo habrá que hablar, digo yo, mientras estamos aquí los dos encerrados, mano sobre mano y sin nada que hacer. A ver si así te cambia la cara, que no has abierto el pico en las veinticuatro horas que llevamos juntos, que pareces la momia de Tutankamón, hombre. Para que te enteres, ayer le conté al comisario toda la historia. Antes me habían interrogado varios de sus colegas. Después él mismo. Tres horas sin parar. Bueno, pues hoy va y me vuelve a llevar a su despacho y me pide que se lo cuente todo otra vez. Me quita la esposas y me ofrece un cigarrillo. “Toma Martínez, a ver si esta

UN DÍA EN EL COLE

Sor Aurelia era mofletuda y rechoncha. Recuerdo que yo me decía al mirarla desde mi pupitre que las alas de su toca, por muy grandes que fueran y por muy fuerte que las batiera, no podrían levantarla ni un palmo del suelo. A primera hora de la mañana nos hacía rezar un padre nuestro o un ave maría, ya no me acuerdo, pero rezar sí que rezábamos algo, de eso sí que me acuerdo. Después, unos días repasábamos la tabla de multiplicar y otros días sacábamos los cuadernos Rubio de caligrafía y nos decía: Hoy toca practicar la letra bonita, que vaya mamarrachos de letras me hacéis. Yo iba por el número dos, el que tenía en la portada un soldado romano montado en su cuadriga, que más tarde supe que no era cuadriga sino biga. Pero entonces todos nosotros la llamábamos cuadriga. A mí me gustaba mucho esa ilustración de la portada y me imaginaba que era yo el intrépido y valiente soldado que fustigaba a esos vigorosos caballos y que sentía como mi capa roja, todas las capas de los romanos eran roj

Un dios descontento.

Hay dioses para todos los gustos. Por ejemplo, los antiguos dioses griegos y sus secuelas romanas como los libidinosos Zeus-Júpiter que no paraban mientes en distinguir entre diosas o simples mujeres mortales a la hora de beneficiárselas. Todas caían. Hay dioses feos y lisiados como Hefesto, tanto que su propia madre Hera lo tiró al mar nada más nacer. Hay diosas apropiadas para los ecologistas como la nórdica Jord, que cuando no andaba cuidando de la Naturaleza, se metía en la cama de Odín y, claro, acabó pariendo a Thor que cuando se enfadaba su voz era un trueno. Hay dioses como Ganesha que, aunque al principio te eche para atrás ver que tiene cabeza de elefante y cuatro brazos, si le rezas con devoción y fe te propicia buena fortuna y te va eliminando obstáculos en los comienzo de tu negocio. Hay también numerosos dioses médicos, como Ixtlilton a quién los aztecas acudían y bebían de su agua tlílatl (lo que quiere decir agua negra) cuando pillaban un resfriado o una cagalera o les