Vamos a ver, ¿es que no habláis nunca con vosotros mismos?... Sí a eso me refiero, a mantener un soliloquio interior. Que yo recuerde, desde mi más remota infancia lo vengo haciendo casi a diario. Ahora mismo, por ejemplo. Cualquiera diría que en estos momentos estoy dirigiéndome a vosotros, pero lo más probable es que a estas horas quien no está cenando, está viendo la tele y quién no está discutiendo con su mujer es porque está sobándole el culo, así que difícilmente estáis para escuchar mis simplezas. Por eso, en realidad esto de escribir es una forma de hablar conmigo mismo. Uno más de mis soliloquios.
Hoy he conocido a Hélène Loevenbruck. Es una filóloga investigadora de neurolingüística y jefa del equipo de lenguaje en el Laboratorio de Psicología y Neuroconocimiento del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia. Todo esto lo sé porque lo he buscado en Internet, porque en realidad yo solo me he encontrado su nombre en un artículo que habla sobre esto que ya os he dicho antes. Sobre lo de hablar consigo mismo. Hélène es mucho más joven que yo, sin embargo ha aprovechado el tiempo más de lo que lo he aprovechado yo. Bien, pues ella dice que tener de vez en cuando un monólogo con nuestro interior es una actividad que, más allá de permitirnos tener una "conversación" con nosotros mismos, nos ofrece varios beneficios como fomentar las habilidades sociales, mejorar la autoestima, estimular la memoria o motivarnos frente a algún reto.
No sé qué pensar de todo eso ¿Vosotros qué decís? Yo, por si acaso, voy a continuar con mi soliloquio a ver si mejoro mi autoestima, que falta me hace.
A mí, de pequeño me decían que había que escuchar la vocecita interior. Eso me le decía sobre todo el padre Fornell, un jesuita que estaba empeñado en que siguiera el camino del sacerdocio, pero yo en aquellos tiempos ya le había oído a mi vocecita interior decirme que el mundo y la carne eran mucho más divertidos (lo del demonio, como tercer enemigo del alma, se ve que se lo saltó). El caso es que, gracias a esos consejos de oír la voz interior que el padre Fornell no cesaba de remacharme, mi cabeza acabó convirtiéndose en un inmenso rellano de vecinos con los que aún hoy mantengo una tertulia asegurada a cualquier hora y en cualquier lugar.
Pero ya os he dicho que hoy voy a hablar de Hélène. Ella dice que es verdad que hay personas a las que su voz interior las acompaña durante gran parte del día, y otras en las que los monólogos internos casi ni aparecen. Ya os he dicho que yo soy de los primeros. ¿Tú a cuál de esas dos clases perteneces? Bueno, no me contestes. En realidad me importa poco a cuál de ellas pertenezcas. Pero lo cierto es que todos lo experimentamos más o menos frecuentemente. Lo de hablar con nosotros mismos, digo. Hélène señala abiertamente que los monólogos son una simulación en la que actuamos de la misma manera en la que nos comportamos cuando hablamos realmente con otros. Es más, hay gente que hasta discute consigo misma y ella defiende que este es un ejercicio personal que está relacionado con la autopercepción, la conciencia y la memoria. Aquí ya tengo una duda; ya no sé si discuto más conmigo mismo o con mi cuñado. Tendré que llevar la cuenta.
De hecho, dice Hélène, la ausencia de una voz interior que nos replique constantemente podría ser hermana de otra ausencia: la afantasía (fíjate que digo “afantasia”, no “fantasia”) o "ceguera del ojo de la mente", como se le conoce comúnmente. Perdonad los tecnicismos, pero son necesarios. Se trata de una condición por la que las personas no experimentan visualizaciones en su mente; es decir, no pueden imaginar rostros conocidos, lugares u objetos con claridad, u otras cosas. Lo cual no deja de ser una desgracia cuando te pones a leer una buena novela. Me alegro de haber tenido esa voz interior desde mis primeros años ya que, gracias a ella, veo con claridad cómo es el capitán Ahab o Madame Bovary (algún día os contaré mis amores con la Bovary).
Hablar con mi voz interna no es algo que yo haya aprendido ya de adulto, ni siquiera en mis años de bachiller. Ya os he dicho que lo vengo haciendo desde mi primera infancia, cuando mis padres me regalaron la primera colección de figuritas de indios siux, con sus caballos, sus cónicos tipis y su chamán con las que yo montaba escenas de lo más variadas en el patio de la casa. ¿Qué si echaba de menos al ejercito de los unionistas para montar mis historias? Pues no. Yo hubiera querido tener una india siux, una mujer que se pareciera a mi vecinita del tercero, una con la que mi jefe siux pudiera formar una familia. Sí, solo eso. Porque, a ver, yo con seis años ni me imaginaba que un hombre y una mujer pudieran juntarse para hacer algo más que formar una familia y discutir. El caso es que yo mantenía largas conversaciones con mis siux y, no os lo vais a creer, pero ellos me contestaban, ¡os lo juro!
La Loevenbruck dice que, cuando nos imaginamos que estamos inmersos en una discusión con otra persona, el cerebro actúa de dos maneras. Si nos ponemos en nuestro lugar, se activan los centros del hemisferio izquierdo. Pero si nos ponemos en el papel de la otra persona, trabaja el hemisferio derecho. Hablarse a sí mismo es algo que nunca va a desaparecer del ser humano ya que nos ayuda a sentirnos acompañados en todo momento. Sí, acompañado por otro o por otros, porque el habla de la mente puede incluir razonamientos y hasta varios puntos de vista. Por ello la comunidad científica discute si se puede denominar monólogo a todo discurso interno. Yo, personalmente, unas veces sostengo un monólogo conmigo como único oyente y otras veces mantengo un diálogo con una o varias personas más que me habitan.
Recuerdo que hace veinticinco años o así, cuando empezaron a ser frecuentes los teléfonos móviles y ver gente que andaba sola por la calle, pero hablando con alguien que vete tú a saber a qué distancia estaba, por Jaén circulaba un personaje, personajillo más bien, que andaba con andares un tanto impostados, pantalones vaqueros, un sombrero de cowboy, gafas imitación Ray Ban, y un móvil de mentirijilla que sostenía junto a su oreja derecha. Caminaba hablando en voz alta con algún interlocutor siempre dispuesto a escucharle, siempre obediente. Ahora hace mucho tiempo que no lo veo. ¿Habrá muerto o estará internado en algún psiquiátrico? Antes, cuando me cruzaba con él, siempre me acordaba de mis indios siux. Hoy me doy cuenta de que, tal vez, esa era su forma de sentirse siempre acompañado.
Y ahora que acabo de leer el artículo ese que os he dicho, creo que es verdad eso de que hablar con uno mismo ayuda a sentirnos acompañados en todo momento. Yo siempre me he sentido acompañado. ¿A vosotros no os ha pasado?
Pero ojo. Si habéis escuchado voces que os hablan desde dentro no os confundáis. Os digo una cosa: eso de que Dios, o tus muertos, o los demonios te hablan desde tu interior no es verdad. Tampoco es esquizofrenia. Siempre hemos sido nosotros mismos los que hemos mantenido un soliloquio con nuestro interior y, según dicen los que saben del asunto, eso es bueno. Así que dejad de leer esto y hablad un poco con vosotros mismos. Andad, que falta os hace.
Yo tengo verborrea interior. A veces hasta me canso de oírme y pienso en ser otra persona por un tiempo, pero no puedo escapar de mí misma, estamos atrapados.
ResponderEliminarEse personaje de Jaén, si es el que yo me imagino, todavía anda por sus calles, eso sí, sin su móvil ni su radio pegados a la oreja. Se ha hecho mayor.
ResponderEliminarPor otra parte, a mí me encanta hablar conmigo misma, !monto unos cirios! Sobre todo, cuando rebato las afirmaciones de algún otro con quien he discutido en un momento de cualquier día y a cualquier hora: para eso, sí tengo buena memoria, oye.
Yo no necesito discutir conmigo misma,para eso tengo a Paco jijiji.
ResponderEliminarConversas con el hombre que siempre va contigo. (Yo también converso con la mujer que siempre va conmigo.)
ResponderEliminarHablar con uno mismo es como dices un gran ejercicio de conocimiento personal y no olvidemos el nacimiento de grandes ideas y proyectos, gracias por tus reflexiones
ResponderEliminarYo estoy todo el día hablando con migo, lo difícil y extraordinario es no hablar con uno mismo
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