Una vez al mes, más o menos, saco mi álbum de fotos antiguas
y las miro con una mezcla de nostalgia y un poco de la sensación de haberlas
olvidado. Sin embargo, la foto que hoy coloco aquí siempre ha estado presente
en mi memoria. Está hecha en 1954 o quizá en 1955, no estoy seguro. Supongo que
la haría mi padre, pero tampoco lo puedo asegurar.
El lugar: el Puente de la Sierra. Para que os situéis, a las
espaldas del grupo está actualmente el bar-restaurante “El Portazgo”. En el
punto en el que estamos (vaya, ya me he adelantado al decir “estamos”. Sí,
porque el niño que está montado en el pollino, soy yo) estaban antes las Escuelas
del Puente de la Sierra.
Si había Escuelas, tendría que haber un maestro, o maestra, ¿no?
Pues el personaje que está a la izquierda, el que ostenta una buena barriga, es
el maestro, mi tío Jacinto. Bueno, en realidad era el tío de mi padre, Jacinto
Verdejo, el hermano de mi abuela Josefa Verdejo. Como veis, calvo y ventrudo.
Se había casado con la Tía Lola, que fue la primera mujer a la que yo vi usar
peluca. Era una peluca evidente a todas luces, sin disimulo, no como las
modernas de ahora que son indistinguibles de una pelambrera natural. A veces se
la ponía un poco ladeada y nosotros hacíamos como si no nos hubiéramos dado
cuenta.
El Tío Jacinto era un tanto bonachón. Recuerdo de él que le
gustaba mojar sopas de pan en el vino tinto. Esa costumbre no la he vuelto ver hacer a nadie hasta muchos años después, veinte o veinticinco años más tarde. Un
compañero de trabajo mío, Rafa, también mojaba el pan en vino. El Tío Jacinto
fue el que me enseñó las primeras letras y a descifrar el clásico “mi mamá me
mima” que venía en las cartillas con las que los párvulos de aquella época nos
iniciábamos en la lectura.
El otro personaje a la derecha de la foto, ese tan enjuto,
era Miguel “el lechero”. Sí, el lechero. Lo recuerdo como casi alguien más de
la familia. En el mismo pollino que ahora lleva en los serones unos sacos con
no sé qué contenido, otras veces esos mismos serones iban cargados con cántaras
de leche recién ordeñada, que mi madre enseguida ponía a hervir. Yo me quedaba
vigilando que la leche no subiera y se saliera derramándose fuera del
cueceleches. Cuando reposaba un poco esa leche recién hervida, dejaba en la
superficie una nata espesa y jugosa por la que mis hermanos y yo peleábamos por
llevarnos la mayor parte. Luego la poníamos sobre una rebanada de pan y
espolvoreábamos sobre ella una cucarda de azúcar, ¡qué delicia! Lo que yo daría
ahora por llevarme a la boca tan suculento bocado. No voy a hacer comparaciones
con los tetrabriks de hoy y sus leches amariconadas. No, no los voy a comparar.
Hacedlo vosotros. En la foto Miguel está con la cabeza descubierta y el
sombrero de paja en la mano. Miguel, a pesar de su analfabetismo, era un hombre
educado y sabía que ante personas que él consideraba de mayor rango, había que
descubrirse la cabeza. Era un hombre cariñoso. Siempre que tenía oportunidad,
me montaba en su borriquillo. Como hizo aquel lejano día en que se hizo la
foto.
Yo tendría unos cuatro o cinco años en aquellos momentos.
Era verano. Seguramente un fin de semana en el que ni mis padres ni el Tío
Jacinto trabajaban. Habríamos viajado en autobús porque, en aquellas fechas, no
teníamos coche propio. Eso era un lujo inalcanzable para mis padres.
Seguramente esa mañana nos dijeron a mí y a mis hermanos Ángel y Enrique: “Vamos
a casa del tío Jacinto y la tía Lola, que allí, junto al río, pasaremos un día
fresquito”. Según parece llegamos muy temprano, porque el Tío Jacinto aún no se
había quitado la chaquetilla del pijama. En el momento que la foto ha
inmortalizado, su mayor preocupación era que yo no me cayera del borriquillo (tranquilo,
Tío Jacinto, que este cuadrúpedo no es un pura sangre de los que compiten en
Ascot). Para bajarme de la montura sería Miguel el que me tomara en brazos. Sí,
porque era más alto que el Tío Jacinto y también porque estaría más
acostumbrado a cargar y descargar al borriquillo.
No he vuelto a montar en burro en toda mi vida… bueno,
mirándolo bien, sí que vuelvo a cabalgar un rucio como el de Miguel, o el de
Sancho Panza, o incluso en un pequeño, peludo y suave pollino, tan blando por
fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Lo hago cada vez que
abro mi álbum de fotos antiguas y miro esta que os he mostrado hoy.
Felipe, precioso relato, que recuerdos...
ResponderEliminarRecuerdo que mi padre y el tuyo, claro, alguna vez que otra, también mojaba el pan en vino. Me contó, siendo yo aún un chiquillo, que los griegos también lo hacían. Tomaban carne de jabalí o cerdo hervida en su sangre y mezclada con vino y echaban pan a esa salsa
ResponderEliminarPreciosa foto,entrañable relato. Me he visto vigilando la leche...
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